A Federico Williams

No creo en los numerólogos, pero el doble “20” de este año parece indicar una repetición, una insistencia, podría decirse que hasta un ensañamiento. Como si un Ramón García despechado con no presentar las campanadas hubiera vendido este año que se acaba como el que vende los boletos, diciendo “que Dios reparta suerte”, pero queriendo decir «que la trompada os la llevaréis todos».

Este año me he acordado mucho de esa frase que le leí una vez a Antonio Lucas y que él le oyó a su vez a otra persona: cada vez que alguien conocido moría, éste se decía «caramba, parece que están disparando cerca». Leyendo ahora El nervio óptico de María Gainza, me topo con otra que parece complementarla a la perfección: ‘somos cada vez menos / y no nos quedan municiones / pero ellos no lo saben’.

María Gainza se la atribuye a un tal Federico Williams, al que no he logrado identificar, con lo cual no acabo de estar seguro si es en realidad Gainza quien lo escribe hablando por persona interpuesta – María Federico Williams Gainza sería entonces la cita correcta, como el nombre de una Infanta – como cuando el Rey emérito actúa con testaferro.

No creo en esa gente que cita a otra porque no se atreve a decir las cosas por sí misma, y me hace gracia que alguien piense que yo hago lo mismo en este momento, porque tal vez esté en lo cierto. Tampoco creo en las frases lapidarias, y sin embargo, siempre que reviso ésta, ahí sigue, humeante aún, con ese giro final que lejos de ser lúgubre es incluso optimista, como un disparo luminoso y certero. Vivir así, como si estuviera uno rodeado, sin armas, sin saber a quién le darán o por dónde irán los tiros.

La guerra que ganan los Difusos

Si algo aprendí cuando estudié periodismo fue la concisión, la claridad, la brevedad. El apego al hecho, a lo ‘sucedido’, tal cosa ocurrió tal día cometida por tal persona del siguiente modo y por tal motivo. Pues bien, nada de eso parece servirme ahora que sigo con mis estudios en otra universidad. Va uno completamente convencido con esas ideas que he comentado antes y acaba siendo arrollado por el camino.

En la universidad se libra una guerra que he definido en los siguientes términos: están los Fácticos y están lo que yo llamo, con cierta sorna, los Difusos. Yo soy de los Fácticos. Es imposible pelear contra los Difusos. A la mínima que empieza el debate les lanza uno hechos, hechos y hechos, allá va una cifra histórica, allá va un artículo de diario, allá tira otro a matar con una lista de acontecimientos sabidos. No importa, no hay nada que hacer.

En cuanto entra uno en la discusión, los Difusos se agarran a lo que ellos llaman “teorías”, citan a un par de académicos, se parapetan tras un “marco teórico” y se descuelgan por una enmarañada montaña de explicaciones que nadie parece entender, levantando una polvareda. Al cabo de un rato, cuando ha acabado el debate y se le aclara a uno la visión, invariablemente los Fácticos pierden, los Difusos ganan y la profesora ha tomado partido; por ellos, claro.

Decálogo del escritor de Hemingway (editado en tiempos de Pandemia)

1-Permanece enamorado (pero desde la distancia, por favor: si es necesario Salvador Illa oficiará la boda)

2-Esfuérzate en escribir (siéntate en un sitio tranquilo relativamente aislado de los demás y piensa en escribir. ¿Fácil, verdad?)

3-Mézclate estrechamente con la vida (Ni se te ocurra mezclarte estrechamente con la vida)

4-Frecuenta a escritores consagrados (hazlo con precaución o se convertirán en escritores póstumos)

5-No pierdas el tiempo (pero ni si te ocurra vender tu alma a Amazon y a Jeff Bezos para no perder el tiempo)

6-Lee sin tregua (Repetimos: lee sin tregua)

7-Escucha música y mira pintura (no escuches a Omar Montes ni en pintura)

8-No intentes explicarte (llevas mascarilla, tampoco te entenderían)

9-Sigue el impulso de tu corazón (que a su vez debe seguir el impulso del BOE)

10-Calla. La palabra mata el instinto creador (Calla: a causa de los aerosoles, la palabra mata el instinto y mata al creador).

Que viene la Enriquez

Lo reconozco, soy un miedica. Mi larga lista de filias palidece en comparación con mi larga lista de miedos. Así de repente, pienso en el miedo a volar, el miedo al mar bravo, el miedo al mar abierto y el miedo al mar a tres metros de la orilla – lo cual me lleva a dudar sobre si lo que realmente me gusta no será el mar sino la arena, y ya puestos el desierto; el miedo a todo tipo de bichos: a las cucarachas, a los saltamontes y a las mariposas; el miedo a esa especie de oveja negra de la familia de las mariposas cuyo nombre nadie sabe pero que es igualmente aplastada por gente como yo en nombre de las mariposas a las que se parece (y que, se me ocurre ahora, no deja de ser como esas escenas en las que los sicarios liquidan al tipo equivocado solo porque comparte peluquero y tupé con la víctima).

Luego están los miedos raros, particulares. De pequeño le he tenido miedo a los moños, a las flores, a los tipos con boina y a un viejo del pueblo que vivía al final de un viejo callejón, en una casa bajísima y con una puerta tan baja, que una persona no paralizada por el miedo se hubiera preguntado más bien como lo hacía para entrar o salir de ella. En lo alto del mismo pueblo había un puñado de casas sueltas que se conocían como el Rincón, y un par de curvas más arriba y rumbo a la montaña – bendito sentido común – el Rincón Alto. Ahí vivía Fausto, el que hablaba con los muertos. Ése también me daba miedo.

Es jodido el miedo, es irracional, amorfo – todos los miedos el miedo, habría dicho Cortázar -, solo lo toleramos cuando no hay riesgo real, cuando alguien nos hace el favor de domesticarlo; por eso miramos películas de terror; por eso leemos cuentos como los de Mariana Enriquez, en los que el Petiso Orejudo, ese niño psicópata que existió de verdad, está encerrado en esa celda de cuatro esquinas que es el libro, mientras tensa una soga alrededor de un cuello que podría ser el nuestro. Y acabas el cuento y dices: qué bien escribe, qué miedo el Petiso. Y miras el reloj y cierras el libro y piensas: que viene el Petiso, qué miedo la Enriquez.

Wilhelms

“Durante mucho tiempo he creído ser atravesado por la duda, por una disyuntiva de vida entre el periodismo y la literatura. Tras intentar sin cesar la cuadratura del círculo he acabado siempre en el mismo sitio – “es lo que tienen los círculos, por otra parte”, me interrumpió Wilhelm, el muy prusiano, “los caminos de la geometría sí son escrutables”, y se rio. Como decía, finalmente he comprendido que en realidad ‘el periodismo’ no ha sido sino la excusa finalista en ese concurso de excusas que en realidad cubren la misma cara de la misma moneda; la cara bonita o el lavado de cara de esa empresa riesgosa, de esa acometida suicida y de ese extravío culpable que de verdad me interesa y es la literatura.”

(El anterior fragmento pertenece a un escritor catalán, acaso español, quizás íbero, probablemente europeo, vagamente chino, de hará casi 80 años. Escribió esto y ya no escribió nada más, hasta que escribió sobre planear escribir al cabo de 10 años. No pudo, murió de un infarto. “Tenía planes de escribir una novela”, aseguró Wilhelm, un amigo, al diario. “Yo le ayudaba a centrarse. Soy alemán, ¿sabe? Pero lo pilló por sorpresa, disyuntado”, dijo, “lo pilló dudando”).

Cuarentena, instrucciones de uso I

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Otra jornada más de confinamiento, las actividades que se repiten día tras día con ligeros cambios, pequeñas variaciones de la misma música – como la del gato al otro lado de la mampara que da al balcón y que suelta un chillido como de haber caído dentro de la tostadora, o tal vez sea el vecino tocando la guitarra como si estuviera metiendo al gato dentro de la tostadora; los niños gritones del vecino de al lado del vecino de al lado (no he tecleado doble, es donde viven); el tipo que te llama anunciándote un cambio de mentalidad, el descubrimiento del hombre nuevo, y todo porque habitualmente iba por la vida con tantas prisas que no había descubierto que tenía una alacena bajo la escalera; Ferreras, aterrador desde la tele, tan inclinado hacia adelante desde la mesa de su plató que parece salirse de ella, a punto de precipitarse desde lo alto del periodismo directamente hacia la mesita de casa.

Qué decir del tiempo libre, derramándose al abrir una puerta por los cuatro costados, y tan ilimitado que hay quien acaba utilizándolo para algo tan revolucionario como pensar. Un día, de tanto darle vueltas a la cabeza, a alguien incluso se le aparecerá una alacena bajo la escalera o una vieja guitarra desafinada. Si hay suerte, igual hay hasta quien le pase como a Lucas Pereyra en “La Uruguaya”, mientras mira las macetas de su nuevo hogar tras sus mil desastres a lo largo del Río de la Plata: “Tengo menta, albahaca, tomillo, romero y cilantro. Me gusta esta casa”.

En el Mar de los Buenos Propósitos

El 31 de diciembre es una de mis fechas favoritas del año. Me gusta por lo que tiene de truco de prestidigitación colectivo, mientras nos decimos a nosotros mismos que llega el final y que lo que ha sido, al día siguiente, será otra cosa, ya no será. De este modo, si se es atracador, no espera uno a enero – a quién se lo ocurre – sino que aprovecha el 31 para ir a una gasolinera y dar el golpe. Hay que ser todo lo malo que se pueda ser antes de ser todo lo bueno que uno se pueda prometer. En otro lugar del mundo, a la misma hora, un chaval uruguayo de 23 años prometerá no tener miedo y declarársele a Silvia de una vez. Tal vez no lo haga. Cada año, como en una gincana, la mayoría de gente cruzará al nuevo año con buenos propósitos, y la mayoría de gente se quedará por el camino. Es una escabechina. Muchos no abandonarán, e intentarán ser mejores al año siguiente. Creo que los llaman reincidentes

Acostumbrado a hacerme promesas e incumplirlas, me muevo como pez en el agua en ese salto colectivo al mar de los propósitos; sabiendo que habrán otros que se prometerán cosas que no podrán cumplir, que no es un salto al vacío porque es un mar con fondo y que, como decía Monterroso, bienaventurados somos todos aquellos que llegamos al fondo del todo porque a partir de allí solo se puede mejorar.

Tiene gracia que escojamos siempre una fecha concreta para ciertas cosas, lo que demuestra que después de todo somos animales de orden e incluso para ir a ese caos que es una guerra, los soldados se dirigen al frente al grito de «en formación». En mi caso, no voy hacia el nuevo año como el que va a una guerra porque la gracia es no saber lo que encontrarás. «En el futuro está todo, porque todo es posible. Allí usted murió la semana pasada y allí está viviendo para siempre», dijo Bioy Casares.

Bioy, que era un romántico, pero también un guasón, tenía una receta infalible para este tipo de ocasiones, como las promesas de fin de año, y para impedir desilusiones en el futuro. Como dice su personaje «el Fugitivo» en La invención de Morel: «No esperar de la vida, para no arriesgarla; darse por muerto, para no morir». Pero entonces, cuando parece que la cosa pinta así de triste, y como el chaval uruguayo de 23 años, de repente cambia de opinión y suelta: «Ya no estoy muerto: estoy enamorado!». El futuro es un mundo en el que hay de todo.

 

 

 

 

 

 

 

Lo inglés

Le comento a un compañero inglés que estuve toda la semana con el móvil roto. «Oh, sorry about that» me dice preocupado, como si hubiera sido él el que lo hubiera estampado contra la pared. Le digo que no hay problema, que intenté ir a la tienda de reparaciones que me recomendó la última vez, pero que por lo visto quedaba lejos. «Oh…sorry about that», dice de nuevo. Le digo que no hay que preocuparse, al final me arreglaron la pantalla en otro sitio, y además a un precio excelente, aunque tuve que caminar una hora para llegar al lugar. «Oh I’m really sorry about that» repite compungido. Sorprendido por tanta educación y empatía, pienso que si Jesucristo hubiera acabado en manos de los ingleses, al final le hubieran dado la hoja de reclamaciones y hasta Pedro hubiera pedido perdón tres veces. De hecho, Jesucristo ya acabó una vez en manos de los ingleses y el resultado es La Vida de Brian.

Nada como viajar a un lugar dispuesto a ignorar los tópicos para acabar siendo arrollado por uno de ellos. De los ingleses, como de cualquier otro pueblo, se ha hablado hasta la saciedad: sobre su sentido de la educación o politeness, y sobre su aprecio constante por la contención. También sobre la figura del gentleman, pura creación burguesa, y su mejor síntesis. Por supuesto no todo el mundo en Londres viste y actúa como gentleman – con la excepción, quizás, de Pall Mall, la calle de clubes para señores (no de los que estás pensando).

En cuanto a la ecuanimidad inglesa, probablemente se deba al tiempo que pasan bajo la lluvia: no esa lluvia amenazante y convulsa, casi wagneriana, que se encuentra uno en Alemania, sino esa especie de vago intento de chirimiri que lo atempera a uno y lo relaja. Decía Camba que la culpa era del agua tibia que los ingleses utilizaban para ducharse, pero yo digo que es la lluvia la que sofoca todo tipo de incendios.

Como de costumbre, llega la morriña porque hoy también hay nube y llueve. Y aunque se alegra uno porque en cinco minutos siempre dejará de hacerlo, también es cierto que siempre volverá a llover tras los cinco siguientes, con lo que acabas el día con un sentido de la ponderación excelente y sosteniendo el paraguas como el que lleva una balanza invertida.

De los ingleses destacaba Ignacio Peyró el fair play y recordaba a Lord Tennyson, que elogiaba eso de que por aquí «cada uno pueda tener sus propias ideas sin que nadie le dé en la cabeza por ello». Volviendo a casa, con el móvil moderadamente reparado en una mano, y la balanza invertida en la otra, me pregunto si todas esas virtudes seguirán teniendo vigencia hoy, cuando parece que el país se precipite por el abismo.

A mi lado, en la parada de bus, un señor mira en su móvil el debate sobre el Brexit, en el que Boris Johnson, en primera fila, intenta convencer a los parlamentarios para que voten a favor de su plan, mientras de fondo resuenan los gritos de «¡¡ORDEEEEEEEEER!!». De repente, de una de las filas de detrás emerge Theresa May y pide la palabra, recordando que a primera hora del día un diario la sorprendía con el titular «Good Day for May», para a continuación desvelar su decepción cuando descubrió que en realidad se referían a los goles marcados por el jugador de Rugby, Johnny May.

May continúa y asegura que contemplando el apasionado debate parlamentario no puede evitar «una sensación de déjà vu», y entonces, Boris Johnson, que el año pasado lideró la oposición interna contra el plan de May, se gira y le grita «¡Sé como te sientes!». Risas de los parlamentarios. Otro diputado le grita a May: «¡Rebélate!». Bendita Inglaterra.

Carnation, Lily, Lily, Rose

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Carnation, Lily, Lily, Rose (John Singer Sargent, 1885).

De entre todas las cosas que le he leído a Enric González, creo que «Historias de Londres» es probablemente la mejor. Hojeo algunas páginas mientras voy en el metro, porque en la ciudad más conectada del mundo, el Wifi aún no conecta con el underground. «Hounslow, Osterley, Boston Manor, Northfields, South Ealing, Acton Town, Hammersmith…¡Qué hermosa sonoridad! Con nombres así, uno tiene ya medio hecha una novela de intriga y pasión».

Vengo de los Jardines de Kensington, en uno de esos días londinenses en los que parece ser primavera, verano, otoño e invierno al mismo tiempo y el concepto «clima del día» no existe en el menú de la casa: los hay de todos y todos a la vez, escoja el que quiera, buffet libre.

Desde que leí el libro de Enric hará cinco años, siempre quise visitar algunos de los sitios que describía, y tenía especial interés por ver la famosa estatua de Peter Pan, el personaje del periodista y escritor James Matthew Barrie, una historia endulzada por Disney pero teñida de melancolía. En la obra teatral de 1904, basada en los cuentos, Peter Pan exclama: «¡Yo no quiero ser un hombre!» Yo quiero ser un niño y pasármelo bien. Así que me fui a Kensington Gardens y viví con las hadas durante mucho tiempo».

Pero no vi a Peter Pan, ni a las hadas, ni a George, ni a Jack ni a Wendy, porque tras pasarme dos horas resiguiendo el Serpentine – el río artificial que recorre Hyde Park en dirección a Kensington Gardens – acabé tomando el camino equivocado y seguí a un grupo de turistas japoneses que daban vueltas al parque en círculo, llegando siempre al mismo sitio y sin encontrar nunca la salida. Justo en aquel momento recordé que el megáfono del metro de Barcelona emitía en japonés por alguna razón, y comprendí que el turista nipón será siempre, de entre todos, el que más cerca esté de Nunca Jamás.

Tras el fracaso de la empresa, sin embargo, decidí no abandonar y me dirigí a la Tate Britain en busca de algo parecido al lugar ansiado por Peter Pan, o mejor dicho, el lugar ansiado por el periodista Barrie tras la máscara de Peter Pan.

Aunque he visto el cuadro miles de veces, nunca había tenido delante el original. Se llama «Carnation, Lily, Lily, Rose«, de John Singer Sargent. Es un cuadro sencillo, aunque casi todos los cuadros lo son: en él, dos niñas vestidas de blanco sostienen lámparas chinas de color rojo en medio de un bosque plagado de lirios. Sargent se topó una vez con esas lámparas en una de las orillas, mientras navegaba el Támesis en bote, y nunca más pudo olvidarlas.

Viendo el cuadro ahora, caí en la cuenta de que en ese lugar de lirios blancos, esas niñas tampoco envejecerán nunca, que ese lugar es la infancia y que no hay espacio para los adultos porque tampoco lo hay para la infelicidad. Nadie lo resumió mejor que Nabokov: «Veo de nuevo mi escuela en Vyra, las rosas azules del papel pintado, la ventana abierta…Todo es como debería ser, nada cambiará nunca, nadie morirá nunca». En definitiva, Nunca Jamás.

 

 

 

 

Casi Londres: Prólogo

Estoy leyendo a Woody Allen en una entrevista con Borja Hermoso en la que habla sobre el fracaso, de no rehuirlo, de entregarse a él. Por momentos Allen parece poseído por el espíritu de los malditos, o qué carajo, por el espíritu de Pepe Sacristán, quien al ser preguntando hace poco por el asunto en el mismo diario, empezó la frase de la manera más elocuente de entre todas las posibles: «Vamos a morir todos».

Pienso en esas frases cuando recuerdo que hace exactamente una semana me dirigía al aeropuerto dispuesto a tomar un vuelo a Londres, a donde llegaría sin piso, sin planes y sin trabajo. En realidad, lo mismo que me ocurrió en Alemania hará un par de años, pero sin libras. Poco después, el siempre horroroso trance de subirme a un avión, el retraso previo de hasta casi 4 horas como consecuencia de la gota fría, la desaparición del billete del trayecto Gatwick-Victoria Station como consecuencia de los nervios, y la pérdida – por incumplimiento de horario – del alojamiento de airbnb con el que había contactado para pasar la semana.

Esa misma noche, cuando tocaban ya casi las 2 de la madrugada, entraba en una pensión india de quién sabe qué nombre, situada en quién sabe qué callejón, arrastrando o siendo arrastrado por unas maletas por pasillos organizados en función de quién sabe qué organización y nivelados con tal desnivel que, cuando llegué a mi puerta y me aferré al pomo para no salir rodando, estuve a punto de volver atrás y preguntarle a la recepcionista si en efecto no habíamos llegado ya a la cordillera del Karakorum.

No lo hice, porque ello suponía volver atrás y cruzar las interminables puertas que dividían los pasillos, todas ellas marcadas con una señal de «Uso de emergencia en caso de incendios», que me hizo pensar en el personaje de Barton Fink de los hermanos Coen, y en que más que un aviso aquello parecía una funesta premonición.

Lo que si hice, recordando a Sacristán y leyendo ahora a Allen, es volver a prometerme una vez más que a partir de ese momento escribiría con una cierta asiduidad sobre lo que me fuera ocurriendo, y que lo haría sin esconder nada, sin eludir el fracaso, como vengan viniendo las cosas, aunque sea en dirección contraria, por un paso a desnivel, en una pensión india y con riesgo de incendios.

Al fin y al cabo, siempre puede ser peor. Siempre puede haber un Brexit, y además sin acuerdo, un 31 de Octubre, en la noche de Halloween.