La Casa de Sidra

las normas de la casa de sidra (1)

Hoy hace 182 días que piso suelo germano, menos de 5 para que deje temporalmente de pisarlo y probablemente menos de 40 para que vuelva a pisar sobre él. El cálculo es casi exacto e inevitable en un país en el que la regla y la mesura constituyen parte no escrita y sagrada de la ley. A mi alrededor, sin embargo, la actualidad parece haberse entregado a la desmesura más absoluta. Ya nada parece tocar suelo, ni techo.

En este verano horribilis en el que las islas británicas han levado anclas, un sultán turco se ha sacudido un golpe con otro golpe, y un camión ha arrollado a personas como a pájaros extraviados en una costa en calma, ni la apacible sociedad teutona ha logrado salir indemne. De los navajazos en un tren cerca de Würzburg, pasando por la ráfaga de tiros frente a un McDonalds en Munich, hasta el asesinato hoy mismo y a machete limpio en una calle de Reutlingen.

«De aquellos polvos, estos lodos», empieza a oírse ya por las calles. «Los refugiados de ayer son los problemas de hoy» o «puertas abiertas y criminales dentro» serán algunos de los lemas que se irán abriendo paso entre los corazones calientes y las mentes inquietas del pueblo alemán. En cuanto a mi, mis primeros amigos aquí fueron precisamente refugiados. Sirios de Alepo, cinco chicos de entre 13 y 16 años. Aún minaba la moral el frío invierno berlinés, aún brillaba, célebre por su dejación de funciones, la tenue luz de la ciudad.

Todavía sin piso y trabajo, nos conocimos en una de esas salas comunes que siempre se encuentran en un hostal. «¿España? ¡Messi es genial, pero mira a Ronaldo, mira!» dijo el más lanzado de ellos al presentarse en un chapurreo de inglés y mientras enseñaba un vídeo en su móvil. Pasamos el resto de la noche hablando de futbol, o mejor dicho, ellos hablaban y yo escuchaba, admitiendo la derrota que supone ser español e ignorar las gestas del balón. Durante los siguientes minutos, Messi quedaría relegado a un segundo plano por Ronaldo y Ronaldo por el equipo de Homs en el que había jugado uno de ellos.

Así sería cada noche, durante los seis días que permanecí allí. Nuestra relación acabó, con el correspondiente intercambio de direcciones, cuando encontré un nuevo sitio en el que alojarme. Pero allí siguieron ellos, alojados por el gobierno en aquel albergue juvenil, asistiendo a maratonianas jornadas en cursos de alemán y durmiendo en la habitación con los otros chicos que compartían el mismo destino o fatalidad. Nadie apagaría la luz aquella noche o la siguiente, nadie les susurraría «Buenas noches, Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra«, como Michael Caine en «Las normas de la Casa de Sidra».

Mi último recuerdo es, sin embargo, optimista. El balón volvía a rodar por la congelada cancha del albergue, supliendo el abandono materno con auténticos momentos de camaradería. No nos vemos desde entonces, pero Facebook hace aún las veces de mensajero y sus fotos de viajes a más ciudades alemanas de las que yo hubiera soñado visitar, atraen la envidia de sus conocidos en Siria y también la mía. Ya incluso contestan en alemán. Mejor así, ellos disfrutan y nosotros envidiamos. Además ganó Ronaldo. No siempre ganan los malos. Que estas historias no las acallen ni el ruido de las imprentas ni el de las pistolas.