Más allá del Muro – Capítulo I

«Empezaré por el principio y acabaré por el final», sentenció una vez Vila-Matas en el inicio de una de sus más kafkianas conferencias. Lo más parecido al principio de este viaje anárquico convertido en blog fue el despegue de mi vuelo, el 4U 8527 de Germanwings, un nombre que se sumó ya de antemano a la maleta de prejuicios y fobias que llevo conmigo siempre que decido subirme a un avión. La Generación LOST, la caída en directo de las Torres Gemelas y la mera pérdida de tierra firme son algunos de los motivos que siempre han conllevado la aparición de un sudor silencioso y casi ritual previo al despegue hacia cualquier parte. Ni siquiera el consuelo de que Ralph Fiennes se lo había montado con una azafata en pleno vuelo o que el Melendi de turno podía aparecer en cualquier momento, lograron disipar la imagen de un piloto desquiciado estrellando un avión en el mar blanco y encrespado de los Alpes.

«Vuelo 4U 8527 de Germanwings», leí otra vez en el mostrador, mientras apuraba el último trago de cerveza y recordaba la tarde en que la redacción de El Mundo Catalunya, en la que entonces hacía prácticas, hacía lo imposible para escribir los perfiles de algunas de las víctimas de la tragedia. Fue la primera vez que pude ver a una redacción entera sometida a un test de estrés – los periodistas de la sección Cultura escribiendo sobre fallecidos cantantes de ópera y admiradores de Wagner; los de Política haciendo lo imposible por abrirse paso entre el torrente de declaraciones y familiares – y una experiencia más viva que cualquiera de las vagas enseñanzas, despojadas de rostros o historias, de la universidad. «¡Oh, Dios mío!», «¡Oh, god!», «¡Oh, mein Gott!», habían gritado algunos de los pasajeros mientras el piloto aporreaba en vano la cabina en la que se había encerrado el ejecutor de todos ellos. Fue lo que más sorprendió en aquel día fatídico, la unanimidad con la que unos y otros imploraban al mismo nombre aun en idiomas distintos, ignorando lo que el intelectual Christopher Hitchens ya había apuntado años antes: «Ante la inútil pregunta de «¿Por qué yo?» el cosmos apenas se molesta en responder: «¿Por qué no?».

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«¿Le importa que deje la mochila aquí?», pregunté yo. Fue a mi compañera de asiento, una mujer asiática, a la que después incordiaría con un «la comida viene incluida, ¿verdad?» y más tarde con un «no vamos con retraso, ¿cierto?», y a la que en cualquier caso lo único que quería transmitirle era una especie de pacto velado de complicidad, una especie de sobre bajo mano con la sola frase: «¿Seguro que es seguro? El avión, quiero decir». El motor arrancó y el avión despegó. Y tras sobrevolar los Alpes, al cabo de unos minutos que se hicieron eternos, el muro físico del viaje se esfumó. Atrás quedaron los miedos y las tragedias, reducidas a una especie de caricatura cuando muchos de los viajeros empezaron a mirarse aliviados, como los miembros secretos de una broma inaudible.

«Empezaré por el principio y acabaré por el final», había dicho Vila-Matas. Lo que siguió al despegue fue el descenso. Un descenso a la par del atardecer, en el que el mar azul dio paso a un temporal de nubes grises que presagiaban tormenta. Y allí abajo, Berlín.

PD: (Este es un mensaje para los bufetes de abogados especializados en derechos de autor, mejor conocidos como «el mayor enemigo del hombre en el siglo XXI» y especialmente prolíficos en Alemania: Pese al título, esta entrada no tiene vinculación con George R.R Martin. Conocí, sin embargo, a los «salvajes más allá del muro«, tras cruzar el Oberbaumbrücke, donde el territorio hostil del Este se desplega a sus anchas y Europa se convierte en misterio. Pero eso quedará para los siguientes capítulos.)