Lo inglés

Le comento a un compañero inglés que estuve toda la semana con el móvil roto. «Oh, sorry about that» me dice preocupado, como si hubiera sido él el que lo hubiera estampado contra la pared. Le digo que no hay problema, que intenté ir a la tienda de reparaciones que me recomendó la última vez, pero que por lo visto quedaba lejos. «Oh…sorry about that», dice de nuevo. Le digo que no hay que preocuparse, al final me arreglaron la pantalla en otro sitio, y además a un precio excelente, aunque tuve que caminar una hora para llegar al lugar. «Oh I’m really sorry about that» repite compungido. Sorprendido por tanta educación y empatía, pienso que si Jesucristo hubiera acabado en manos de los ingleses, al final le hubieran dado la hoja de reclamaciones y hasta Pedro hubiera pedido perdón tres veces. De hecho, Jesucristo ya acabó una vez en manos de los ingleses y el resultado es La Vida de Brian.

Nada como viajar a un lugar dispuesto a ignorar los tópicos para acabar siendo arrollado por uno de ellos. De los ingleses, como de cualquier otro pueblo, se ha hablado hasta la saciedad: sobre su sentido de la educación o politeness, y sobre su aprecio constante por la contención. También sobre la figura del gentleman, pura creación burguesa, y su mejor síntesis. Por supuesto no todo el mundo en Londres viste y actúa como gentleman – con la excepción, quizás, de Pall Mall, la calle de clubes para señores (no de los que estás pensando).

En cuanto a la ecuanimidad inglesa, probablemente se deba al tiempo que pasan bajo la lluvia: no esa lluvia amenazante y convulsa, casi wagneriana, que se encuentra uno en Alemania, sino esa especie de vago intento de chirimiri que lo atempera a uno y lo relaja. Decía Camba que la culpa era del agua tibia que los ingleses utilizaban para ducharse, pero yo digo que es la lluvia la que sofoca todo tipo de incendios.

Como de costumbre, llega la morriña porque hoy también hay nube y llueve. Y aunque se alegra uno porque en cinco minutos siempre dejará de hacerlo, también es cierto que siempre volverá a llover tras los cinco siguientes, con lo que acabas el día con un sentido de la ponderación excelente y sosteniendo el paraguas como el que lleva una balanza invertida.

De los ingleses destacaba Ignacio Peyró el fair play y recordaba a Lord Tennyson, que elogiaba eso de que por aquí «cada uno pueda tener sus propias ideas sin que nadie le dé en la cabeza por ello». Volviendo a casa, con el móvil moderadamente reparado en una mano, y la balanza invertida en la otra, me pregunto si todas esas virtudes seguirán teniendo vigencia hoy, cuando parece que el país se precipite por el abismo.

A mi lado, en la parada de bus, un señor mira en su móvil el debate sobre el Brexit, en el que Boris Johnson, en primera fila, intenta convencer a los parlamentarios para que voten a favor de su plan, mientras de fondo resuenan los gritos de «¡¡ORDEEEEEEEEER!!». De repente, de una de las filas de detrás emerge Theresa May y pide la palabra, recordando que a primera hora del día un diario la sorprendía con el titular «Good Day for May», para a continuación desvelar su decepción cuando descubrió que en realidad se referían a los goles marcados por el jugador de Rugby, Johnny May.

May continúa y asegura que contemplando el apasionado debate parlamentario no puede evitar «una sensación de déjà vu», y entonces, Boris Johnson, que el año pasado lideró la oposición interna contra el plan de May, se gira y le grita «¡Sé como te sientes!». Risas de los parlamentarios. Otro diputado le grita a May: «¡Rebélate!». Bendita Inglaterra.

Carnation, Lily, Lily, Rose

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Carnation, Lily, Lily, Rose (John Singer Sargent, 1885).

De entre todas las cosas que le he leído a Enric González, creo que «Historias de Londres» es probablemente la mejor. Hojeo algunas páginas mientras voy en el metro, porque en la ciudad más conectada del mundo, el Wifi aún no conecta con el underground. «Hounslow, Osterley, Boston Manor, Northfields, South Ealing, Acton Town, Hammersmith…¡Qué hermosa sonoridad! Con nombres así, uno tiene ya medio hecha una novela de intriga y pasión».

Vengo de los Jardines de Kensington, en uno de esos días londinenses en los que parece ser primavera, verano, otoño e invierno al mismo tiempo y el concepto «clima del día» no existe en el menú de la casa: los hay de todos y todos a la vez, escoja el que quiera, buffet libre.

Desde que leí el libro de Enric hará cinco años, siempre quise visitar algunos de los sitios que describía, y tenía especial interés por ver la famosa estatua de Peter Pan, el personaje del periodista y escritor James Matthew Barrie, una historia endulzada por Disney pero teñida de melancolía. En la obra teatral de 1904, basada en los cuentos, Peter Pan exclama: «¡Yo no quiero ser un hombre!» Yo quiero ser un niño y pasármelo bien. Así que me fui a Kensington Gardens y viví con las hadas durante mucho tiempo».

Pero no vi a Peter Pan, ni a las hadas, ni a George, ni a Jack ni a Wendy, porque tras pasarme dos horas resiguiendo el Serpentine – el río artificial que recorre Hyde Park en dirección a Kensington Gardens – acabé tomando el camino equivocado y seguí a un grupo de turistas japoneses que daban vueltas al parque en círculo, llegando siempre al mismo sitio y sin encontrar nunca la salida. Justo en aquel momento recordé que el megáfono del metro de Barcelona emitía en japonés por alguna razón, y comprendí que el turista nipón será siempre, de entre todos, el que más cerca esté de Nunca Jamás.

Tras el fracaso de la empresa, sin embargo, decidí no abandonar y me dirigí a la Tate Britain en busca de algo parecido al lugar ansiado por Peter Pan, o mejor dicho, el lugar ansiado por el periodista Barrie tras la máscara de Peter Pan.

Aunque he visto el cuadro miles de veces, nunca había tenido delante el original. Se llama «Carnation, Lily, Lily, Rose«, de John Singer Sargent. Es un cuadro sencillo, aunque casi todos los cuadros lo son: en él, dos niñas vestidas de blanco sostienen lámparas chinas de color rojo en medio de un bosque plagado de lirios. Sargent se topó una vez con esas lámparas en una de las orillas, mientras navegaba el Támesis en bote, y nunca más pudo olvidarlas.

Viendo el cuadro ahora, caí en la cuenta de que en ese lugar de lirios blancos, esas niñas tampoco envejecerán nunca, que ese lugar es la infancia y que no hay espacio para los adultos porque tampoco lo hay para la infelicidad. Nadie lo resumió mejor que Nabokov: «Veo de nuevo mi escuela en Vyra, las rosas azules del papel pintado, la ventana abierta…Todo es como debería ser, nada cambiará nunca, nadie morirá nunca». En definitiva, Nunca Jamás.