Cuando me doy cuenta llevo casi una hora cabeceando en el tren y escuchando la entrevista de Carlos Herrera al Papa, en la Cope. Es hipnótico: el hilo de voz del Papa, como un susurro cansado que se abriera paso entre las criptas vaticanas, de donde sale y cruje y retumba la voz de ultratumba de Herrera. Herrera, Cope y el Papa. Si me lo dicen hace un par de años no me lo creo. Pero aquí estoy, escuchándolos. Incluso descubro que el Papa es lector de Verlaine, o que invitó a Borges a dar una charla cuando era profesor en un seminario. Incluso domina la ironía, el jodido: preguntado sobre la prensa que lee, el Papa cuenta que poca cosa, salvo L’Osservatore Romano, el periódico oficial del Vaticano al que el Papa acaba de llamar «el diario del Partido». Hay que ser inteligente para hacer una broma así. Respeto a los irónicos porque la ironía implica decir algo oblicuamente, casi sin decirlo, a veces incluso diciendo lo contrario: imposible la ironía sin la inteligencia, y imposible la inteligencia sin ambas partes, locutor e interlocutor, lo cual explica que un buen chiste sin un buen oyente a veces se estrelle como un pájaro muerto.
Tengo más razones para que me caiga en gracia: Abascal, que lo ve como un peligroso izquierdista, lo llama Ciudadano Bergoglio, arrancándole el título, como los revolucionarios franceses cuando llamaban Ciudadano Capeto a Luis XVI antes de arrancarle la cabeza de cuajo. El Papa, Cope, Herrera. Me cae bien Herrera. Durante mucho tiempo me pareció un ser despreciable, pero ahora, misteriosamente, hasta puedo comprender que también él tenga sus motivos. Es un señorito sevillano, eso que Sabina llamaba el «andalucista profesional», el vivo retrato de la caricatura de un retrato, que es la forma más acertada de definir esa hipérbole que es ser andaluz.
Herrera, el Papa, la Cope. Si me lo dicen hace unos años hubiera sido imposible dedicarle un solo minuto a Satanás, la radio de los obispos. Pero las cosas cambian. Me gusta pensar que siendo igual de vehemente voy aceptando matices. Que se puede dejar de ser extremadamente coherente con los gustos y con los odios de uno, sobre todo esto último, que es la forma más habitual de serle fiel a uno mismo. Que se puede dejar de ser totalmente coherente con todo, todo el tiempo. Que se pueden dar bandazos profesionales, o ideológicos. Que las enemistades se pueden revisitar, y algunas amistades dejar por el camino. Y que nadie debería ser esclavo de cosas que pensó o decidió hace dos o diez años, en lo bueno y en lo malo, cuando era más joven, más iluso, más imbécil, más lo que fuera que ya no se es, o simplemente otro. Ya lo dijo Bioy Casares: no puede ser uno leal con el pasado a costa de ser desleal con el presente, y no hay peor calamidad que alguien que no escucha su propio juicio. Toma sermón. Soy más papista que el Papa.