14.11.2021

Matthew McConaughey en Interstellar (Christopher Nolan)

A mi lado en el asiento del tren, un extranjero excéntrico que no para de moverse y de mirar a los lados sin parar, como si lo persiguieran agentes de la Stasi o la Gestapo, mientras esconde una lata de cerveza que bebe, que hace crujir, que se le resbala, que se le cae, mientras no deja de sostener con la otra mano un libro de Mendoza titulado “La aventura del tocador de señoras”. Solo le falta agarrarme del brazo y decirme que no, que no es lo que parece.

La vuelta de Valencia, al atardecer, en el tren, lleva aparejada una especie de cansancio casi metafísico, como si el cuerpo sufriera magulladuras después de haber estado tanto tiempo sometido a radiaciones de felicidad. Como una jodida resaca por ser feliz, es decir, por lograr ser inmortales – enfocados en el presente y solo en el presente – durante cinco minutos, que como decía otra vez Leila, es lo que dura siempre la felicidad.

Me imagino entonces la felicidad como si fuera un desafío a las leyes que rigen la estratosfera, y la resaca posterior, el precio a pagar, el proceso de descompresión de unos cosmonautas que con su nave hubiesen viajado demasiado lejos – ‘¡Houston, Houston!’ -,  ya con el fuselaje empezando a chirriar y a crujir, a soltar chispas y chatarra y espumarajos de fuego -, ‘nos estrellamos Joe, nos estrellamos’ – desintegrándose en polvo cósmico en una galaxia cualquiera. Como una bengala que se apaga, vamos; o como un petardo.

‘¿Filósofo?’, creo que me iba a preguntar el extranjero en una de esas veces que me miraba teclear estas notas que ahora recupero.
-No, qué va. Solo resaca.

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