A través del espejo

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Se fue. Obama desapareció del escenario con la agilidad del bailarín o con el alivio del que logra saltar del barco antes de que éste se sumerga en lo profundo del mar. «Ahí la tienes, báilala», le dijo quizás a Angela Merkel en la última llamada que realizó como presidente. La conversación telefónica tenía visos de bis a bis, con un Trump a punto de aporrear la puerta para recordar que no hay tiempo que perder. «Ahí tienes el peso del Mundo Libre, Angie. No olvides su fragilidad».

Ironías de la historia, cuando hace unos años decidí que vendría aquí, Alemania no era refugio ni bastión mas que de sus bancos y de sus exportaciones. Lo sigue siendo. Pero los errores de Alemania contrastan ahora con el salto al vacío de muchos de sus convecinos. Mientras tanto, los atentados islamistas se multiplican, la clase media se desliza por los escalones, el frío ruso se recrudece y los refugiados se congelan a las puertas.

Atrás queda la imagen de una Alemania temible en la que Wolfgang Schäuble, el ministro de Finanzas, se paseaba en su silla de ruedas en busca de carne griega; como aquel despiadado jacobino también inválido, Georges Couthon, al que una vez le gritaron «¡Dadle un vaso de sangre, tiene sed!», en una de las sesiones de la Convención Nacional. Ahora, en cambio, Alemania parece representar «algo» en una Europa que podría imprimir los próximos billetes con aquella célebre frase de Dante: «Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza».

Yo sigo sin perder la mía. Me despedí de mi familia hace una semana, cuando decidí volver a Berlín. Mi abuela volvió a murmurar «ten cuidado hijo», o alguna variante de éso que se le dice a los nietos. Desconozco si se refería a los atentados o a mi futuro profesional. Al fin y al cabo, la palabra «periodismo» siempre se me había antojado volátil, especialmente en comparación con todas esas otras profesiones que ella solía mencionar. «¡Ah, éste es médico!» o «¡Los abogados, ésos sí se hacen ricos!», había dicho alguna vez. Su humilde veneración por las profesiones consideradas como prestigiosas siempre me ha recordado a aquella escena de La Flecha del tiempo de Martin Amis, en la que una madre grita en la playa aquello de «¡Mi hijo, EL MÉDICO, se está ahogando!» mientras su hijo, en efecto, se hunde.

Pese a la incertidumbre, vuelvo a Berlín justo un año después. Eso hace que la vida, su trayectoria y sus avances, parezcan mucho más cuantificables de lo que en ocasiones nos gustaría aceptar. Compararse consigo mismo es, al fin y al cabo, el mejor modo de medir los progresos pero también los fracasos, y sabido es que no hay peor mirada que mirarse en el espejo.

Me recuerda, por ejemplo, a aquellas primeras semanas de febrero en las que caminaba sin rumbo fijo por Berlín. Había aterrizado con la ingenua seguridad del recién llegado que cree saber hablar alemán y puede ponerse a trabajar. En cierto modo, me movía de un sitio al otro como aquel George Orwell que, tras llegar a Barcelona en plena Guerra Civil con la sola ayuda de un diccionario, se defendía como podía de la metralla lingüística: «Yo sé manejar fusil. No sé manejar ametralladora. Quiero apprender ametralladora. ¿Quándo vamos apprender ametralladora?». En mi caso, hasta la más mínima conversación se convertía en un callejón sin salida que ponía a prueba la paciencia de los demás. Una vez, uno de los cajeros de un supermercado soltó un soplido extenuado con tanto ímpetu, que las puertas automáticas del supermercado se abrieron – qué remedio – automáticamente. Salí por ellas con una sensación parecida a la que había tenido Vila-Matas de joven cuando, tras una temporada viviendo en París, y tras no entender nada de lo que le había contestado su interlocutor, se había dicho que éste debía de haberle hablado en «un francés superior«.

Escribo todo ésto desde Berlín, durante el primer día de Alemania como Último bastión del Mundo Libre. Consciente de la solemnidad y la gravedad del momento, salgo a comprar el pan esperando algún gesto o señal especial. Pero no ocurre nada. Al pagar el pan, la única diferencia reside en que lo entiendo todo y el alemán ya no parece hablarme en un alemán superior. Al volver a casa, abro el buzón y me encuentro con cartas relativas a burocracia y tributación, recordando a aquel pobre liberal que creyó que con lo de Mundo Libre también se estaban refiriendo a «libre de impuestos».

Por lo demás, el día sigue igual de anodino y gris como un domingo por la tarde, y el enorme charco que se ve desde la ventana refleja el edificio como si fuera un espejo. Pienso en aquél que dijo que la forja del carácter tiene lugar los domingos por la tarde. Pienso en cuando llegué aquí, hace ya un año. Pienso en lo que está por venir e intento convencerme de que todos esos domingos de invierno, amontonados en el calendario uno tras otro, hicieron su parte.

Un chiste de tres

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«Un británico, un americano y un alemán se dan cita en el despacho de un rascacielos para discutir sobre el futuro del mundo…» 

Generalmente, esta es la ocasión en la que cualquier narrador habría interrumpido el relato para descartar que se trate de un hipotético chiste. Podría parecerlo, si no fuera porque las particularidades del caso desaconsejan cualquier tipo de rotundidad. La divulgación de dicho encuentro tuvo lugar ayer, un lunes de 2017 cualquiera. En realidad, un lunes catalogado, bajo el nombre de Blue Monday, como el día más triste del año por las agencias de publicidad. Nadie podrá alegar que no hizo méritos para ello.

En su primera entrevista a medios extranjeros, el magnate Donald Trump y, -léase con dudosa solemnidad – próximo presidente de los Estados Unidos de América, se reunió con el periodista del Times, Michael Gove, y con el actual director del diario alemán BILD, Kai Diekmann. Difícil imaginarse una entrevista, que por otra parte es un procedimiento habitual e inofensivo, compuesta por personajes más siniestros.

En una época en que la realidad no parece sustraerse a la publicidad, tampoco la información ha podido sustraerse a la posverdad. Como en un gesto simbólico para ilustrar el apocalipsis que se nos viene encima, tres de los personajes que más han hecho durante los últimos años por acabar con la credibilidad del periodismo y de una época, decidían encerrarse en un despacho y «discutir sobre el futuro del mundo». Sin duda, un guión apasionante.

Gove, al que los servicios de seguridad de Trump debieron de registrar con más ahínco que a su homólogo alemán, por si las navajas (todavía escuece la cuchillada que le asestó a su amigo Boris Johnson cuando decidió presentarse a las primarias tories, algo que sorprendentemente hermana a Boris Johnson con Pedro Sánchez), fue también uno de los artífices de la campaña a favor del Brexit y de célebres frases de ésta que le valieron el sobrenombre de Michael «Don’t trust experts» Gove. Es decir: no hagan caso a esos economistas, láncense al Brexit, lo pasaremos bien.

Diekmann, por su parte, hizo fortuna en el todopoderoso BILD. Y es que, no hay que confiarse, tras las inocentes páginas de este tabloide que discute sobre Gran Hermano o los goles de Boateng, se encuentra el diario más vendido de Europa y una de las manos que reparten la baraja. Suyas son algunas de las campañas de descrédito más furibundas y vergonzantes de los últimos años, como aquella en la que, con un «Griegos, vended vuestras islas», pretendía resolver la crisis económica europea. Pocas portadas -y pocas no fueron – han hecho menos por la unidad de Europa en su hora de mayor necesidad.

En cuanto a Trump…No hace falta decir mucho más.

«¿Qué tal está Angela Merkel?», le soltó Trump a Diekmann nada más llegar, en una de esas preguntas ingenuas que parecen anunciar una funesta premonición. «Le iba bien hasta hoy», podría haber contestado Diekmann, pero se desconoce lo que contestó. La entrevista discurrió, como era de esperar, entre titular y titular. Desprecios a la OTAN, indiferencia hacia Europa, mano dura…»Me gusta el orden», recordó Trump frente a un escritorio que parecía haber sido arrasado por el Katrina. Hubo incluso metralla para la industria alemana del automóvil, a la que acusó de vender en EEUU sin producir allí mientras Chevrolet ni siquiera se vende en Alemania. De nada sirve que periodistas como Christoph von Marschall desmintieran ésos y otros muchos datos más tarde. El daño ya estaba hecho. Trump despertó la furia del vicecanciller alemán («los EEUU tienen que hacer mejores coches») y la desesperanza estoica de la canciller («el futuro de Europa está en nuestras manos»).

«Un británico, un americano y un alemán se dan cita en el despacho de un rascacielos para discutir sobre el futuro del mundo…». Podría parecer un chiste, y tal vez lo sea.