Pequeña historia rusa

“He would have made them mules
silenc’d their pleaders and dispropertied their freedoms,
holding them, in human action and capacity
of no more soul nor fitness for the world
than camels in the war”
(Coriolanus, Act II; William Shakespeare)

Zravstvuitie. No, Shakespeare no hablaba ruso ni tenía el don de Joseph Conrad para las lenguas. Que se sepa, claro. Entre las incontables virtudes de El Bardo de Avon no se encontraba el dominio del ruso, que era lengua de Tolstói, como el inglés lo era de Shakespeare. El título es solo un señuelo: al fin y al cabo, está comprobado que cualquier artículo, serie, libro o discusión de hoy en día es susceptible de ser comparado con Shakespeare cuando la cosa se pone culta, del mismo modo que Hitler aparece como estrella invitada en aquél punto en el que las discusiones políticas cruzan la frontera de la buena educación.   

Introducción extensa, sí. Pero el tema a tratar también lo es. Se llama Rusia, nada más y nada menos. Y cuando el ex agente de la CIA Edward Snowden decidió refugiarse en ella porque EEUU le pisaba los talones, el periodista de EL PAÍS Miguel Ángel Bastenier escribió: “Snowden tendrá ahora la libertad de desplazarse por una cárcel de varios millones de kilómetros cuadrados”. Unos 17 millones, concretamente. “Y es que siempre os metéis con mi tamaño”, diría Rusia si se la dejara hablar.

 Rusia es ese país ingente que trasciende continentes y husos horarios; una vasta extensión capaz de perder más de 20 millones de habitantes y vivir para contarlo; un imperio capaz de saciar antes las ganas de conquistar el espacio que las ganas de comer. Un territorio místico y desconcertante custodiado por desconcertantes monasterios de punta dorada; una inmensidad arrastrada por el horizonte, como en los paisajes áridos americanos de los libros de Cormac McCarthy, la Europa de los senderos de Patrick Leigh Fermour o la propia estepa rusa de Colin Thubron. Todo es descomunal en ella. ¿Qué mejor lugar sino Rusia para alumbrar el idealismo y el primer gobierno comunista del mundo? “¿No será que aquí, no será en ti que surgirán ideas ilimitadas, como ilimitada eres tú?”, dijo Gógol en su Almas Muertas.

Y así fue. El comunismo estallaría tiñendo el blanco nieve de carmín. Donde antaño corrieron hordas de mongoles correrían entonces regueros de sangre. El frío hielo siberiano pasaría a convivir con el frío acero de la industria soviética. Y entonces, cuando parecía que no quedaba nada más por fracturar en esa ingente llanura helada punteada por rojos y nevadas, llegó el capitalismo y no precisamente al rescate. La transición rusa fue inclemente y despiadada, como retrata minuciosamente Rafael Poch en “La gran transición”; como si por el hecho de ocurrir en Rusia tuviera que ser seria y exagerada, pues todo debe ser ser serio y exagerado en la tierra de los zares. Rusia descarriló como un transiberiano desbocado y sin control: unos pocos amasaron dinero y el resto amasó la miseria. Despojada de ilusiones y cansada de revoluciones, el aterrizaje en la realidad capitalista nada tuvo que envidiar al de Gagarin. Un chiste de aquellos días en la ya extinta RDA así lo reflejaba: “Todo lo que el comunismo nos contó sobre sí mismo era mentira, pero todo lo que nos dijo sobre el capitalismo se quedó corto”. El capitalismo llegó para quedarse, y con él, su cancerbero: Vladimir Putin, ex agente del KGB y hombre de armas tomar (y ya lo creo que las tomaba). La economía rusa despegó, es verdad. Pero tutelada por la mirada autoritaria, tan retraída como penetrante, de ese nuevo zar a cargo del timón del rompehielos. De nuevo, Rusia crecía pero amordazada. A los vigilantes externos de la OTAN se le sumaron los vigilantes internos del FSB (servicios secretos federales). Los rusos vieron como la libertad se veía cercada, como cuando Napoleón rodeaba con sus huestes las murallas de Moscú.

Fue entonces cuando apareció él. No lo hizo a golpe de cuerno, como los Rohirrim. Ni tampoco a golpe de balalaika. Lo hizo a golpe de talonario. Su nombre: Mikhail Khodorkovsky. Su tipo sanguíneo: oligarca. Fue uno de esos tipos astutos (¿corruptamente astutos?) que supo estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, levantando un imperio empresarial llamado Yukos dentro de ese imperio congelado llamado Rusia. Hubieron otros. La mayoría había ostentado tanto poder durante la época de Boris Yeltsin como para rivalizar con el mismísimo presidente. Incluso algunos, como Boris Berezovsky, llegaron a formar una especie de lobby dentro del Kremlin que sería conocido como “La familia”. Pocos de ellos conservaron el poder con Putin, que sentenció que no había espacio para dos gallos en el mismo gallinero. Ni siquiera en uno del tamaño ruso.

Uno de ellos, Vladimir Gusinsky, acabó abandonando las acciones de su canal de televisión, que recibieron el abrazo de oso de Gazprom; el mencionado Berezovsky, por su parte, se vió obligado a refugiarse en Londres, donde pasaría a organizar la resistencia contra Putin en el exilio: desde allí viajaría por Europa con su jet privado mientras alentaba la revolución naranja en Ucrania o protegía al fugado Alexánder Litvinenko, todo ello siempre con la ayuda de su inseparable Alex Goldfarb, a su vez hombre de confianza de George Soros y que ejercía las veces de mayordomo de Berezovsky, como una suerte de Michael Caine en los Batman de Nolan. Mejor suerte corrió Roman Abramovich, cuya fama (y yates) le preceden.

Pero fue sobretodo Khodorkovsky, el que fuera el hombre más rico del mundo, quien realmente representó una amenaza para Putin y su gobierno. No obstante, sus incursiones en la política del país, su poderío económico y la sombra de sospecha sobre la gestión de su imperio Yukos, acabaron con sus huesos en la cárcel. Entró en 2003. Salió el año pasado. Fue una rivalidad política primero y mediática después. Desde la cárcel, el oscuro oligarca Khodorkovsky, un tipo de una inteligencia contrastada, se convirtió en una especie de mártir y un emblema de la oposición por obra y gracia de los medios occidentales, siempre tan propensos al maquillaje selectivo. Fuera, sin embargo, ha quedado inutilizado. Daniel Utrilla, excorresponsal de “El Mundo” en Moscú y devoto ortodoxo de ese otro patriarca de las nieves llamado Tolstoi, cita a menudo aquella frase de Gómez de la Serna, que aseguraba que “la nieve dota de papel de escribir a todo el paisaje” en Rusia. Y es que esta historia de aire shakesperiano (finalmente salió la palabra) tiene todos los ingredientes para concebir un drama de proporciones colosales. Jodorkovsky retornó de su exilio en Siberia pero no como Coriolano en Roma. Ni siquiera se ha quedado en Rusia, la tierra que esperaba con ansia su liberación. En una de las entrevistas más amargas que he visto últimamente, el periodista de la BBC, Stephen Sackur le preguntaba al nuevo Jodorkovsky:

“Rumores llegan desde Moscú. Se dice que se ha cerrado una especie de pacto entre Putin y tú: un pacto según el cuál tu no causarías más problemas políticos y no volverías a Rusia.”

Por supuesto, Khodorkovsky lo negó, no sin mucha firmeza. Y Sackur arremetió de nuevo:

“Durante los diez últimos años Vladimir Putin y tu habéis estado envueltos en una batalla de voluntades y tú has perdido diez años de tu libertad, has perdido tu imperio empresarial y ahora te encuentras en el exilio. ¿No es acaso cierto que en esta batalla entre Putin y tu, Putin ha ganado? […] Él te ha destruido, ha destruido tu vida, tu fortuna, y tendrás que vivir los próximos años fuera de tu país.”

A lo que Khodorkovsky finalmente respondió:

“[..] El objetivo era que el oponente del régimen fuera olvidado y hoy está claro que no lo han conseguido. Sigo siendo un problema potencial. Por otra parte, no diría que yo he perdido y Putin ha ganado. Mi liberación es un compromiso en el que Putin gana y la oposición gana.” 

El todopoderoso hombre que antaño rivalizara con Putin, como en una especie de rivalidad política de altura entre los ministros Talleyrand y Fouché durante la época napoleónica, aparecía ahora como un hombre sumiso que había tenido que pagar un alto precio por poseer la libertad, un precio altísimo pero irrisorio en comparación con salir libre de una cárcel siberiana. Como cuando el caído príncipe Bolkónski de Guerra y Paz, herido en el campo de batalla, alzaba la vista al cielo y se consolaba mientras se acercaba Napoleón: “Bonaparte le parecía un ser pequeñísimo e insignificante al lado de lo que estaba ocurriendo en su alma y el alto cielo infinito por donde se deslizaban las nubes”.

O como cuando Rust Cohle miraba el negro cielo en True Detective y se tranquilizaba observando las estrellas: “Una vez todo fue negro. Si me preguntas, la luz está ganando”. Siempre quedará la duda de si Jodorkovsky debería haberse ahorrado el pacto con el diablo para salir de la cárcel. Ahora está libre, sí. Pero quizás a cambio de lo más importante que representaba Jodorkovksy: su poder. Una vez Pierre Manuel, procurador de la Comuna de París durante la Revolución Francesa dijo algo así: “Una idea me atormenta. ¿No será mejor mejor esperar la libertad que poseerla?”. Probablemente ni Jodorkovsky sepa la respuesta. Lo que sí sé es que ni Shakespeare hubiera escrito un drama tan apasionante.