Nápoles, que yo sepa

Quartieri Spagnoli (Nápoles)

La semana pasada volví a Nápoles por segunda vez. La primera fue hace algo más de diez años y no duró más de diez minutos ni diez pasos, los que dimos desde la puerta de desembarque del crucero hasta la puerta de embarque del autobús. No hubo un undécimo paso porque en ese momento los profesores del viaje de fin de curso ya estaban pasando lista, dirección a Pompeya porque ya se sabe “Nápoles es peligrosa, está la mafia…” Se trata de una mentira a medias, o de una verdad envuelta en un tópico que no es mentira del todo. La Mafia está en Nápoles, cierto, como lo está el cableado eléctrico que se derrama por los tejados de Quartieri Spagnoli o los santos que florecen en las esquinas. Para el turista ocasional, sin embargo, es raro encontrársela, porque del mismo modo que el turista no está interesado en ella, ella tampoco está interesada en el turista. Si al turista le gusta la luz, el dinero negro prefiere vivir a oscuras.

Otro tópico, que sí se corresponde completamente con la realidad, es que el tráfico es una locura. Tras cada paso de zebra hay una tentativa de asesinato; además, con agravante. Cuenta Íñigo Domínguez que un día hubo una huelga de los empleados encargados del mantenimiento de los semáforos y que a media mañana dejaron de funcionar. Lo que ocurrió no es ninguna sorpresa: el tráfico fue un caos absoluto, es decir, siguió fluyendo con normalidad.

Altar en el barrio de Forcella (Nápoles)

Si tras cada cruce hay una posible muerte y tras cada peatón un hombre muerto de permiso, tras cada esquina hay un altar a un santo, que no es sino un muerto a quien en vida no dejaban vivir y al que ahora que no está vivo no dejan en paz. Hablando de muertos y de santos: Si Maradona vivo fue un exceso, es porque no lo han visto muerto. Maradona no está ausente, está en abundancia: en forma de muñequitos de souvenir, en graffitis, en pósters, en altares improvisados en la calle. Incluso creo haberlo visto impreso en una lata de anchoas, que deben estar de muerte, tocadas por la Mano de Dios. Dios me libre de elegir los santos de los demás.

En una ocasión, Zapatero, que venía de reunirse con el Papa, fue a visitar a Berlusconi, con el que no tenía sintonía. Berlusconi le dijo: “Le despido como se despide a un santo, porque acaba de ser bendecido por el Papa y está en estado de gracia”, y le dejó plantado ante los fotógrafos. En otra, Berlusconi estaba en una Cumbre sobre el Hambre, y empezó su discurso diciendo: “Soy un ungido del señor. Cada año practico un retiro espiritual: en las Bermudas”.

No diría que es cierto eso de que los napolitanos siempre intentan engañarte. Sencillamente hacen todo lo posible para que acabes tomando una decisión que a ellos les beneficia y que a ti te perjudica, es decir, una decisión equivocada. En Nápoles, al sentarnos en una mesa, el camarero viene con una sonrisa y le pedimos algo para beber. Al rato, el camarero viene con una sonrisa, con algo para beber, y con algo para comer. Ya se sabe que peor que la sed está el hambre que da ganas de beber. Las variaciones de la trampa son infinitas: un plato con bolsas de patatas, un tarro de cacahuetes, un plato de panecillos resecos, que colocan en la mesa como el que coloca una pieza en una jugada maestra de ajedrez. No los has pedido, pero si los coges, estás perdido. Y ojo, no es culpa de los camareros: no es que te tomen por tonto, sino que se creen muy listos.

Aun así, a pesar de los muertos, la basura y lo turbio, Nápoles tiene sentido del humor – ahí están los graffitis del omnipresente Totò, “il re della risata” -, lo único en el mundo mejor que una playa – que es una bahía -, y lo mejor del sur, que son la luz, los colores, la teatralidad y el bullicio (o casino), la pura vida.