
Cuando Pedro Sánchez llegó ayer a Berlín para reunirse con el líder de los socialdemócratas alemanes, Sigmar Gabriel, nadie supo dejar claro quién acudía a consolar a quién. Mientras el PSOE encajaba a duras penas el encaje de la Izquierda a su izquierda, las encuestas desvelaban que los socialdemócratas alemanes cosecharían poco más de un 19% en unas próximas elecciones. «Hazte así, Pedro, que tienes un rastro socialdemócrata en la cara», aseguró haber oído alguien próximo en la reunión entre ambos.
Seguramente un cargo brillante en el PSOE (inserte Ud. el nombre aquí) recomendó a Pedro una jornada con los amigos del norte, porque ya se sabe, qué puede ir allí peor que aquí. Berlín, conocida por su vida alternativa y la proliferación de comercios Bios, veganos, o vegetarianos – uno aún se pierde entre tanto matorral – debió antojarse como el hábitat perfecto para lo que Vargas Llosa llamaba y llama «izquierda vegetariana», la izquierda que no muerde o que no muerde demasiado. La carnívora – siempre según Don Mario, claro está – es más dada a hincar el diente y puede reconocérsela en su hábitat natural, sin soltarse la coleta, en las tertulias de la una de la tarde.
Me pregunto en qué pensaría Gabriel cuando tomaban asiento en una sala austera y surcaban protocolariamente los bordes de sus respectivas tazas con la cucharita del té. Me pregunto si, en el ínterin de una conversación sobre refugiados, Sánchez se atrevió a mencionar a Podemos, como hiciera ante Alexis Tsipras, y los dolores de cabeza que éstos le producían. Me pregunto, también, si Gabriel asintió entonces, no sólo condescendiente sino incluso con conocimiento de causa, al oír esa historia épica sobre sorpassos, asalto a los cielos e izquierdas que se fracturan por la mitad. Me pregunto si se acordó de Lafontaine.
«Llegará lejos, se cree lo que dice», dijo una vez Mirabeau sobre Robespierre en vísperas del amanecer revolucionario. La misma frase podía aplicarse para Oskar Lafontaine, el que fuera la gran esperanza del partido socialdemócrata alemán, SPD, hace casi dos décadas. Bajito, carismático y con don para conquistar a las masas, era conocido como el «Napoleón del Sarre» por el Bundesland del que provenía. Erigido como uno de los candidatos a suceder al ex canciller Helmudt Schmidt – procedente de la norteña Hamburgo, es decir, alemán doblemente pragmático – tuvo la osadía de defender, en un momento prematuro, reformas más favorables para la mujer o los trabajadores, el ecologismo, la defensa de un «crecimiento cero» que fuera contra el crecimiento desorbitado, así como el abandono de la OTAN y el rechazo frontal al despliegue de misiles en suelo alemán. Helmudt Schmidt, con su flema característica, lo sentenciaría con rápida concisión:»Es un hombre que habla muy complicado».
No fue el único llamado a suceder a Schmidt. Gerhard Schröder, que como Lafontaine había perdido a su padre en la guerra mundial, representaría con el paso del tiempo la candidatura predilecta para dirigir el partido. Como Lafontaine, era ambicioso, le gustaban las cámaras y a las cámaras también les gustaba él. Sin embargo, tenía algo que Lafontaine no tenía: flexibilidad de cara a los empresarios y menor vehemencia en los planteamientos ideológicos. Y una desmedida ambición. «¡Quiero estar ahí dentro!», confesaría haber gritado borracho, encaramado a la verja de la Cancillería, diez años antes de su elección como canciller.
Si a Lafontaine le hubieran preguntado su opinión sobre Schröder, seguramente habría contestado con aquella célebre y cachonda definición de Helmudt Schmidt sobre el ex canciller Helmudt Kohl : «Creo que hay un par o tres de campos en los que necesita aprender un poco más: Asuntos Exteriores, control armamentístico y estrategia militar, y economía y finanzas». Sin embargo, en público, la agenda política marcó una falsa Pax Socialdemócrata entre ambos pesos pesados. Lafontaine mantuvo controlado al partido y al ala izquierda, y Schröder se hizo con la cancillería. La recompensa: el ministerio de Finanzas. Por parte de Schröder: un regalo que pretendía mantener con el ronzal a la línea-Lafontaine. Por el lado de Lafontaine: un lugar desde el que ejercer influencia ideológica desde un segundo plano.
Sin embargo, a la larga, la lucha entre las dos almas del SPD, acabaría estallando. Las ruedas de prensa eran un buen momento para tomarle el pulso a la relación:
-Señor Canciller, ¿qué opina sobre los rumores que dicen que Lafontaine pretende convertirse en una especie de «Canciller del Tesoro» en la sombra?
A lo que Schröder contestaba con afilado sentido del humor:
-Sinceramente, tras ver lo que Helmut Kohl nos ha legado, no creo que se pueda hablar de ningún tesoro…¡Ah, y por cierto, el Canciller soy yo!
Lafontaine no duró mucho más. Siempre prematuro, siempre díscolo, como Ministro de Finanzas Lafontaine se atrevió a pedir la regulación del sistema financiero, lo que causó un terremoto en el establishment que llevaría al diario The Sun a titular: «El hombre más peligroso de Europa«. No sólo eso: en Alemania se atrevió incluso a pedir una reducción de los intereses al Bundesbank, con tal de facilitar el crédito, obviando con ello la célebre frase sobre la sacrosanta independencia de la autoridad bancaria: «No todos los alemanes creen en Dios, pero todos creen en el Bundesbank».
-¿Sabe usted que soy el hombre más peligroso de Europa?.- bromearía una vez Lafontaine ante el director del FMI.
A lo que éste contestó: Tranquilo, entonces yo soy el más peligroso del sistema internacional.
La historia, o el fin de ella, es conocida en Alemania: a la larga, Lafontaine se había hecho demasiado incómodo para continuar en el partido y acabó dimitiendo. Schröder, por su parte, llevaría a cabo la Agenda 2010, la reforma que remodeló el sistema laboral y económico alemán y que marcó el principio del fin de los socialdemócratas. Tras ello, jamás volverían a levantar cabeza.
En uno de los viajes de Lafontaine a España, Vázquez Montalbán contó en El País: «…este hombre ha sido casi ninguneado no ya por el Gran Hermano desideologizado y desideologizador, sino también por sus compañeros de militancia, que lo ven como un socialista incorrecto y hoy sin poder, autor además de ese libro convertido en un implacable espejo de la asumida y acomodaticia impotencia socialdemócrata para enfrentarse a los señores de la Bolsa y la Vida.»
Es por eso que me preguntaba si Gabriel y Sánchez hablaron de Lafontaine. O de Schröder o del SPD. Si hablaron de profecías autocumplidas mientras tintineaba la cucharilla del café. Si resonaban aún las palabras de Lafontaine cuando se despidió:
-El corazón aún no se vende por dinero, sino que tiene un lado en el que está. Late a la izquierda.