El Napoleón del Sarre

IMG_20160227_195402.jpg
Fundación del ex canciller socialdemócrata Willy Brandt, en la Avenida Unter den Linden

Cuando Pedro Sánchez llegó ayer a Berlín para reunirse con el líder de los socialdemócratas alemanes, Sigmar Gabriel, nadie supo dejar claro quién acudía a consolar a quién. Mientras el PSOE encajaba a duras penas el encaje de la Izquierda a su izquierda, las encuestas desvelaban que los socialdemócratas alemanes cosecharían poco más de un 19% en unas próximas elecciones. «Hazte así, Pedro, que tienes un rastro socialdemócrata en la cara», aseguró haber oído alguien próximo en la reunión entre ambos.

Seguramente un cargo brillante en el PSOE (inserte Ud. el nombre aquí) recomendó a Pedro una jornada con los amigos del norte, porque ya se sabe, qué puede ir allí peor que aquí. Berlín, conocida por su vida alternativa y la proliferación de comercios Bios, veganos, o vegetarianos – uno aún se pierde entre tanto matorral – debió antojarse como el hábitat perfecto para lo que Vargas Llosa llamaba y llama «izquierda vegetariana», la izquierda que no muerde o que no muerde demasiado. La carnívora – siempre según Don Mario, claro está – es más dada a hincar el diente y puede reconocérsela en su hábitat natural, sin soltarse la coleta, en las tertulias de la una de la tarde.

Me pregunto en qué pensaría Gabriel cuando tomaban asiento en una sala austera y surcaban protocolariamente los bordes de sus respectivas tazas con la cucharita del té. Me pregunto si, en el ínterin de una conversación sobre refugiados, Sánchez se atrevió a mencionar a Podemos, como hiciera ante Alexis Tsipras, y los dolores de cabeza que éstos le producían. Me pregunto, también, si Gabriel asintió entonces, no sólo condescendiente sino incluso con conocimiento de causa, al oír esa historia épica sobre sorpassos, asalto a los cielos e izquierdas que se fracturan por la mitad. Me pregunto si se acordó de Lafontaine.

«Llegará lejos, se cree lo que dice», dijo una vez Mirabeau sobre Robespierre en vísperas del amanecer revolucionario. La misma frase podía aplicarse para Oskar Lafontaine, el que fuera la gran esperanza del partido socialdemócrata alemán, SPD, hace casi dos décadas. Bajito, carismático y con don para conquistar a las masas, era conocido como el «Napoleón del Sarre» por el Bundesland del que provenía. Erigido como uno de los candidatos a suceder al ex canciller Helmudt Schmidt – procedente de la norteña Hamburgo, es decir, alemán doblemente pragmático – tuvo la osadía de defender, en un momento prematuro, reformas más favorables para la mujer o los trabajadores, el ecologismo, la defensa de un «crecimiento cero» que fuera contra el crecimiento desorbitado, así como el abandono de la OTAN y el rechazo frontal al despliegue de misiles en suelo alemán. Helmudt Schmidt, con su flema característica, lo sentenciaría con rápida concisión:»Es un hombre que habla muy complicado».

No fue el único llamado a suceder a Schmidt. Gerhard Schröder, que como Lafontaine había perdido a su padre en la guerra mundial, representaría con el paso del tiempo la candidatura predilecta para dirigir el partido. Como Lafontaine, era ambicioso, le gustaban las cámaras y a las cámaras también les gustaba él. Sin embargo, tenía algo que Lafontaine no tenía: flexibilidad de cara a los empresarios y menor vehemencia en los planteamientos ideológicos. Y una desmedida ambición. «¡Quiero estar ahí dentro!», confesaría haber gritado borracho, encaramado a la verja de la Cancillería, diez años antes de su elección como canciller.


Si a Lafontaine le hubieran preguntado su opinión sobre Schröder, seguramente habría contestado con aquella célebre y cachonda definición de Helmudt Schmidt sobre el ex canciller Helmudt Kohl : «Creo que hay un par o tres de campos en los que necesita aprender un poco más: Asuntos Exteriores, control armamentístico y estrategia militar, y economía y finanzas». Sin embargo, en público, la agenda política marcó una falsa Pax Socialdemócrata entre ambos pesos pesados. Lafontaine mantuvo controlado al partido y al ala izquierda, y Schröder se hizo con la cancillería. La recompensa: el ministerio de Finanzas. Por parte de Schröder: un regalo que pretendía mantener con el ronzal a la línea-Lafontaine. Por el lado de Lafontaine: un lugar desde el que ejercer influencia ideológica desde un segundo plano.

Sin embargo, a la larga, la lucha entre las dos almas del SPD, acabaría estallando. Las ruedas de prensa eran un buen momento para tomarle el pulso a la relación:

-Señor Canciller, ¿qué opina sobre los rumores que dicen que Lafontaine pretende convertirse en una especie de «Canciller del Tesoro» en la sombra?

A lo que Schröder contestaba con afilado sentido del humor:

-Sinceramente, tras ver lo que Helmut Kohl nos ha legado, no creo que se pueda hablar de ningún tesoro…¡Ah, y por cierto, el Canciller soy yo!

Lafontaine no duró mucho más. Siempre prematuro, siempre díscolo, como Ministro de Finanzas Lafontaine se atrevió a pedir la regulación del sistema financiero, lo que causó un terremoto en el establishment que llevaría al diario The Sun a titular: «El hombre más peligroso de Europa«. No sólo eso: en Alemania se atrevió incluso a pedir una reducción de los intereses al Bundesbank, con tal de facilitar el crédito, obviando con ello la célebre frase sobre la sacrosanta independencia de la autoridad bancaria: «No todos los alemanes creen en Dios, pero todos creen en el Bundesbank».

-¿Sabe usted que soy el hombre más peligroso de Europa?.-  bromearía una vez Lafontaine ante el director del FMI.

A lo que éste contestó: Tranquilo, entonces yo soy el más peligroso del sistema internacional.

La historia, o el fin de ella, es conocida en Alemania: a la larga, Lafontaine se había hecho demasiado incómodo para continuar en el partido y acabó dimitiendo. Schröder, por su parte, llevaría a cabo la Agenda 2010, la reforma que remodeló el sistema laboral y económico alemán y que marcó el principio del fin de los socialdemócratas. Tras ello, jamás volverían a levantar cabeza.

En uno de los viajes de Lafontaine a España, Vázquez Montalbán contó en El País: «…este hombre ha sido casi ninguneado no ya por el Gran Hermano desideologizado y desideologizador, sino también por sus compañeros de militancia, que lo ven como un socialista incorrecto y hoy sin poder, autor además de ese libro convertido en un implacable espejo de la asumida y acomodaticia impotencia socialdemócrata para enfrentarse a los señores de la Bolsa y la Vida.» 

Es por eso que me preguntaba si Gabriel y Sánchez hablaron de Lafontaine. O de Schröder o del SPD. Si hablaron de profecías autocumplidas mientras tintineaba la cucharilla del café. Si resonaban aún las palabras de Lafontaine cuando se despidió:

-El corazón aún no se vende por dinero, sino que tiene un lado en el que está. Late a la izquierda.

El día que Mark Twain aprendió alemán

IMG_20160221_191052.jpg
Foto que no tiene nada que ver con el texto, pero la culpa es como siempre de los buffetes de abogados de derechos de autor / Autor: Yo, creo.

Los milagros existen. Están ahí. El que no quiere verlos es porque no mira: Santa Teresa, por ejemplo, vela por España las 24 horas del día (marca en seria disputa con el Opencor, pero todo se andará). La afirmación pertenece a Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior, que sin embargo dedica su tiempo a menesteres del Más Allá. Otro milagro es el del suegro de Granados, quien se mostró tan sorprendido cuando la Guardia Civil encontró cerca de un millón de euros en su casa que sólo se le ocurrió decir:  «Entra tanta gente en mi dormitorio…»

Hay, sin embargo, milagros de mayor calibre: el otro día escuché a alguien asegurar que había aprendido alemán en 3 meses. Así, sin más, sin anestesia, que diría un viejo amigo. Fue entonces, entre milagros y obras, que me acordé de Mark Twain.

A lo largo de un ensayo publicado en 1880 y que sería recogido bajo el título The awful german language, Mark Twain venía a concluir, tras más de 80 páginas, que era más fácil declinar una botella gratis de Moet Chandon que declinar en alemán. Suscribo sus palabras. Tras un año entero asistiendo asiduamente a clases de alemán en Barcelona (el 50% de ellas cantando canciones con una profesora con complejo de Massiel), otro año más asistiendo parcialmente y un tercero interrumpido por las prácticas de la universidad, todavía no puedo afirmar que sepa hablar alemán. Es un idioma traicionero. Hay veces en las que, pese a su descrédito como idioma de palabras largas y frases sinuosas, se muestra extremadamente conciso:

-¿Cuál es el tema de la manifestación?

,pregunté ayer a un policía que bloqueaba una de las calles principales, en dirección a Unter Den Linden, en pleno Berlín:

-Merkel muss weg! / Merkel se tiene que ir.

Lo dijo así, en apenas un suspiro y casi tres monosílabos. Y con una rigidez y claridad que parecían suscribir y burlarse a la vez de la afirmación. La traducción literal al español sería Merkel tiene que pillar el camino e irse. Pero el alemán, pese a su fama, se permite el lujo – a veces – de ser extremadamente breve. Algún malicioso aseguró, no sin razón, que puede mantenerse una conversación en alemán con apenas cinco fórmulas de dos monosílabos cada una. En parte, no le faltó razón: Ach, so!, pronunciado como un escupitajo no sólo sirve para expresar ah, no lo sabía, sino también ah, bien, de acuerdo.

Ja Wohl puede ocupar fácilmente el lugar de un Por supuesto, y Ja klar el de un Claro que sí, mientras que na ja siempre es un bueno, y genau, el comodín a todos los argumentos sin signos de interrogación: exacto, eso mismo, así es. Cualquier persona que aterrizara mañana en Berlín con sólo esas cinco frases en la cabeza, podría salir impune e indemne del combate con su interlocutor.

IMG_20160508_225454.jpg
Columna del semanal ‘Die Zeit’

Pero hasta ahí las facilidades. La concreción, y no la longitud, es el enemigo principal del estudiante en las trincheras del idioma alemán. Desde la clásica diferencia entre el comer de los humanos – essen – con el comer de los animales – fressen – hasta los sentimientos más profundos. Hay hasta una palabra para expresar la alegría que se siente ante el mal ajeno  (Schadenfreunde) y otra para la nostalgia que se siente ante países lejanos (Fernweh) o incluso una diferencia entre la nostalgia hacia un lugar (Heimweh), la nostalgia hacia personas (Sehnsucht) o la nostalgia hacia un pasado (Nostalgie). , exacto, como si todo lo que se añorase no perteneciera al pasado…

Que el alemán no es un idioma de puertas abiertas lo demuestra el verbo abrir. Mientras que öffnen se usa para abrir algo en sentido genérico, no se puede abrir/öffnen una botella, una frontera o una puerta -la puerta, por cierto, se puede aufschliessen sólo con llave -, sino que se pueden aufmachen. Mientras que también se puede aufspannen/abrir un paraguas; las piernas se pueden spreizen; el grifo se puede aufdrehen y el libro se puede aufschlagen.

Cuando se entiende el alemán, se entiende al alemán. Decía el gran Oskar Lafontaine que «las virtudes que encarna Helmudt Schmidt (ex canciller favorito de los alemanes) – laboriosidad, orden, puntualidad – pueden servir tanto para hacer una labor positiva como para dirigir un campo de concentración«. La frase, de apenas pocas palabras, contiene en sí suficiente terreno para abonar al debate y la disputa. Al fin y al cabo: ¿De qué sirve ser eficiente si el producto final de esa eficiencia acaba perjudicando a otros? O: ¿acaso las virtudes racionales llevan siempre a un destino racional?

El tema de este artículo surgió tras un encuentro literario con otros hispanohablantes. Como no podía ser de otra manera, nos dedicamos a lo que se dedica todo expatriado que se precie y acabamos atacando al alemán dónde más le duele: el idioma. Lo que pasó después se difumina. Entrechocar de copas y botellas. Pero alguien leyó a Borges. Porque Borges siempre llega, con respuesta o sin ella:

Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre-
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura-,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
De la jungla de las declinaciones,
Del diccionario, que no acierta nunca
Con el matiz preciso, fui acercándome