El día que Mark Twain aprendió alemán

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Foto que no tiene nada que ver con el texto, pero la culpa es como siempre de los buffetes de abogados de derechos de autor / Autor: Yo, creo.

Los milagros existen. Están ahí. El que no quiere verlos es porque no mira: Santa Teresa, por ejemplo, vela por España las 24 horas del día (marca en seria disputa con el Opencor, pero todo se andará). La afirmación pertenece a Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior, que sin embargo dedica su tiempo a menesteres del Más Allá. Otro milagro es el del suegro de Granados, quien se mostró tan sorprendido cuando la Guardia Civil encontró cerca de un millón de euros en su casa que sólo se le ocurrió decir:  «Entra tanta gente en mi dormitorio…»

Hay, sin embargo, milagros de mayor calibre: el otro día escuché a alguien asegurar que había aprendido alemán en 3 meses. Así, sin más, sin anestesia, que diría un viejo amigo. Fue entonces, entre milagros y obras, que me acordé de Mark Twain.

A lo largo de un ensayo publicado en 1880 y que sería recogido bajo el título The awful german language, Mark Twain venía a concluir, tras más de 80 páginas, que era más fácil declinar una botella gratis de Moet Chandon que declinar en alemán. Suscribo sus palabras. Tras un año entero asistiendo asiduamente a clases de alemán en Barcelona (el 50% de ellas cantando canciones con una profesora con complejo de Massiel), otro año más asistiendo parcialmente y un tercero interrumpido por las prácticas de la universidad, todavía no puedo afirmar que sepa hablar alemán. Es un idioma traicionero. Hay veces en las que, pese a su descrédito como idioma de palabras largas y frases sinuosas, se muestra extremadamente conciso:

-¿Cuál es el tema de la manifestación?

,pregunté ayer a un policía que bloqueaba una de las calles principales, en dirección a Unter Den Linden, en pleno Berlín:

-Merkel muss weg! / Merkel se tiene que ir.

Lo dijo así, en apenas un suspiro y casi tres monosílabos. Y con una rigidez y claridad que parecían suscribir y burlarse a la vez de la afirmación. La traducción literal al español sería Merkel tiene que pillar el camino e irse. Pero el alemán, pese a su fama, se permite el lujo – a veces – de ser extremadamente breve. Algún malicioso aseguró, no sin razón, que puede mantenerse una conversación en alemán con apenas cinco fórmulas de dos monosílabos cada una. En parte, no le faltó razón: Ach, so!, pronunciado como un escupitajo no sólo sirve para expresar ah, no lo sabía, sino también ah, bien, de acuerdo.

Ja Wohl puede ocupar fácilmente el lugar de un Por supuesto, y Ja klar el de un Claro que sí, mientras que na ja siempre es un bueno, y genau, el comodín a todos los argumentos sin signos de interrogación: exacto, eso mismo, así es. Cualquier persona que aterrizara mañana en Berlín con sólo esas cinco frases en la cabeza, podría salir impune e indemne del combate con su interlocutor.

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Columna del semanal ‘Die Zeit’

Pero hasta ahí las facilidades. La concreción, y no la longitud, es el enemigo principal del estudiante en las trincheras del idioma alemán. Desde la clásica diferencia entre el comer de los humanos – essen – con el comer de los animales – fressen – hasta los sentimientos más profundos. Hay hasta una palabra para expresar la alegría que se siente ante el mal ajeno  (Schadenfreunde) y otra para la nostalgia que se siente ante países lejanos (Fernweh) o incluso una diferencia entre la nostalgia hacia un lugar (Heimweh), la nostalgia hacia personas (Sehnsucht) o la nostalgia hacia un pasado (Nostalgie). , exacto, como si todo lo que se añorase no perteneciera al pasado…

Que el alemán no es un idioma de puertas abiertas lo demuestra el verbo abrir. Mientras que öffnen se usa para abrir algo en sentido genérico, no se puede abrir/öffnen una botella, una frontera o una puerta -la puerta, por cierto, se puede aufschliessen sólo con llave -, sino que se pueden aufmachen. Mientras que también se puede aufspannen/abrir un paraguas; las piernas se pueden spreizen; el grifo se puede aufdrehen y el libro se puede aufschlagen.

Cuando se entiende el alemán, se entiende al alemán. Decía el gran Oskar Lafontaine que «las virtudes que encarna Helmudt Schmidt (ex canciller favorito de los alemanes) – laboriosidad, orden, puntualidad – pueden servir tanto para hacer una labor positiva como para dirigir un campo de concentración«. La frase, de apenas pocas palabras, contiene en sí suficiente terreno para abonar al debate y la disputa. Al fin y al cabo: ¿De qué sirve ser eficiente si el producto final de esa eficiencia acaba perjudicando a otros? O: ¿acaso las virtudes racionales llevan siempre a un destino racional?

El tema de este artículo surgió tras un encuentro literario con otros hispanohablantes. Como no podía ser de otra manera, nos dedicamos a lo que se dedica todo expatriado que se precie y acabamos atacando al alemán dónde más le duele: el idioma. Lo que pasó después se difumina. Entrechocar de copas y botellas. Pero alguien leyó a Borges. Porque Borges siempre llega, con respuesta o sin ella:

Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre-
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura-,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
De la jungla de las declinaciones,
Del diccionario, que no acierta nunca
Con el matiz preciso, fui acercándome

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