Parece una eternidad desde el último post, cuando mi vuelo aterrizaba en este país sumido en turbulencias (el vuelo, pero también el país). Recordemos: el AfD, el partido de la extrema derecha, planeaba ya con éxito en las encuestas. Finalmente han logrado un resultado moderadamente exitoso para cualquier pueblo apacible, y alarmantemente exitoso para el siempre hipocondríaco pueblo alemán. No ha sido lo único. Por ejemplo, Erdogan ha tenido tiempo de firmar un pacto con la UE que no solo lo ha convertido en el Jenízaro en jefe de la empresa externalizada de vigilancia de refugiados – a.k.a. Turquía – sino también en el supervisor en jefe de la libertad de expresión en Alemania.
Al periodista de Der Spiegel, Hasnain Kazim, no le han renovado el permiso de prensa en Turquía y ha tenido que abandonar su corresponsalía, presumiblemente por su trabajo crítico con la deriva autoritaria turca (como si la función de un periodista no incluyera «crítico» en el concepto mismo). Tras ello, una canción satírica de la cadena alemana ZDF ha provocado que Turquía llamara a consultas al embajador alemán, que a su vez ha llevado a que el humorista Jan Böhmerann desatara un debate nacional acerca de qué se puede y no se puede decir («De Erdogan al 10, ¿cuán grande es tu sentido del humor?«, pudo haber sido un bonito titular).

Durante ese periodo de tiempo he tenido tiempo de vivir en Neukölln y mudarme a Kreuzberg, lo que equivale a decir que he vivido más tiempo en Turquía que en Alemania. Que los turcos sean legión en ambas zonas de la ciudad, que los kebabs inunden Oranienburger Strasse o Karl Marx Strasse, o que los barberos turcos pillen casi por los pelos a los barberos alemanes no es sólo un elemento demográfico, es justicia poética en una ciudad que los nazis pretendían entregar a los alemanes y sólo para los alemanes bajo el nombre de Germania. No sobrevivirá el Berlín de Chris Isherwood, el de los cabarets y sinagogas y locales manejados por judíos; no sobrevivirá la Galicia de ucranianos, judíos, polacos y gitanos recordada por Joseph Roth en «Judíos errantes«; tampoco la mitteleuropa de Stefan Zweig imaginada en las calles y teatros de Viena.
Pero a aquellos oasis multiculturales sí les sobrevivirán otros: el Rossia-Imbiss, erigido como supermercado y emblema de la imigración rusa de los 90 en Charlottemburg -también conocida, con cierta sorna, como Charlottengrado – al oeste de la ciudad; las trattorias italianas como puesto de avanzadilla de los europeos del sur, de los de los 60 y de los de hoy; los mencionados turcos y africanos poblando lo más granado y bohemio de la ciudad, hasta el punto de convertir Görlitzer Park en un trasunto del Hamsterdam de The Wire; incluso un nuevo pueblo, los Hipsters, invadiendo Prenzlauerberg hasta convertirlo en una fortaleza infranqueable e inexpugnable (barbas largas y bolsillos llenos constituyen los dos únicos requisitos para cruzar a esa zona norteña y ninguno de los dos están, por ahora, a mi alcance).
Antes, sin embargo, hubo tiempo para sobrevivir a Lichtenberg. Casi diez días encerrado en la habitación de una pensión solitaria en el barrio que se extiende más allá del Oberbaumbrücke, el puente que conduce a Warschauer Strasse y que conduce a más allá del muro, territorio del Este. Diez días, en cualquier caso, para intercambiar las primeras palabras en un idioma alemán de bajos vuelos, de esos incapaces de resistir la metralla de un «¿Quisiera también una bolsa?» disparada en un alemán cerrado, rápido, fugaz y fulminante, como si fuera un ataque relámpago de la Luftwaffe.
Diez días para lidiar con dependientes cuyo carácter volátil ante la incomprensión extranjera podía estallar en cualquier momento (alguien dijo: «es el carácter berlinés en invierno»; añado: ya es primavera). Diez días, en definitiva, para presenciar en carne y hueso el tópico del recto alemán («¡Tiene que atenerse a las reglas!» le gritó una señora a otra señora por subir con bici en el vagón equivocado en pleno domingo, ante la cabeza cabizbaja de su aludida y la indiferencia del resto de los presentes.).
Tampoco llegué en buen momento: la llegada de refugiados llevaba meses desbordando a Merkel, que por primera vez veía tambalearse seriamente su siempre estable gobierno alemán; los derechos de Mein Kampf, la gran obra escrita por Hitler, aún entonces en manos del Estado bávaro, pasaron a dominio público tras décadas y empezó a venderse como rosquillas o pretzels. Otro debate atenazó durante esas semanas al pueblo alemán: ¿resucitaría la puesta en circulación del «libro maldito» una nueva corriente ultraconservadora?. También levantó polvareda Er ist wieder da (Ha vuelto), la adaptación cinematográfica del polémico libro sobre un Hitler ficticio sometido a una especie de Regreso al futuro. Todo ello mientras los refugiados se agolpaban a las puertas, Orban y el Este se declaraban en rebeldía, Putin se regodeaba en el «divide y vencerás» frente a Europa y el AfD se cernía sobre Alemania.
Suele decir Pedro Ruiz que Franco no murió, estalló en mil pedazos y ahora cada uno de ellos está repartido por España. En cuanto a Hitler, tampoco creo que haya desaparecido, pero pervive de otra forma: sobrevive su sombra. Durante los meses mencionados, la sombra de Hitler planeaba y se cernía sobre Alemania. De hecho, lo hace siempre. Está allí cuando los debates tienen lugar en la esfera pública, marcando como el Finisterre el límite del mapa moral y el inicio de la inmoralidad. Está allí cuando un tertuliano dice en una TV pública que Putin es un buen presidente porque «le gusta la música clásica» y alguien responde que no, que a Hitler «también le gustaba Wagner«.
También está allí cuando los manifestantes griegos muestran carteles de Merkel con simbologías nazi. Está allí cuando alguien vierte un comentario a favor del AfD o contra el AfD. También estaba allí cuando una noche de copas, un compañero alemán procedente de Nuremberg me dijo lo mucho que le cansaba que todavía a él y a su generación se les inculcara «la culpa».
«Dice verdad aquél que dice sombra», decía Paul Celan y lo recordaba Gabriel Albiac en su discurso sobre Auschwitz. Con la sombra de Hitler en la nuca, en todas sus manifestaciones, aterricé en Alemania. Como dije, no llegué en buen momento. Pero continuará.