
Ayanta Barilli, hablando de España en su última novela, Un mar violeta oscuro (Planeta): «Para mí eso era España, una tierra larguísima en que las alimañas andaban sueltas, los lechones se comían enteros, las casas olían a fritanga […]». Se parece bastante a la España de mi infancia. En ella, el pueblo quedaba marginado entre inmensidades de olivos, formado por hileras de casas encaladas que se apretaban o se derramaban sobre la piedra caliente generando calles anárquicas, cuestas imposibles y callejones sin finalidad.
Sobre el pueblo se levantaba una sierra enorme que todo el mundo llamaba El Caballo, por la línea de riscos que trazaban su curva en forma de crin. Todo lo demás era sequedad, piedra, mata, arenilla, la ubiquidad incontestable de los olivares, paisajes que se extendían hasta los cerros de Úbeda.
Ir a Úbeda era de hecho casi como ir a la civilización, aunque allí la civilización era el pringue del café con churros de la mañana frente al Mercado de Abastos, las cáscaras de langostinos en los suelos de los bares, los gritos del gentío, la visita tangencial a la plaza Vázquez de Molina o las compras cerca de los almacenes Biedma; el rito de un circuito de costumbres afianzado a lo largo de los años. Eso eran, como lo son siempre, los paisajes de la infancia: puro olor, puro ruido, puro hábito y pura orografía.
Era pequeño y todas las personas se me antojaban raras o excepcionales. Recuerdo al Tío Fausto, el tío de mi abuela, al que íbamos a buscar a su casa de las afueras, para que viniera a la cena de navidad. Vestido de negro y con boina, se sentaba siempre en la punta de la mesa y se la pasaba mirando en silencio con sus pequeños ojos de payés listísimo, como Josep Pla.
Fausto hablaba poco o casi nunca, pero todo el mundo sabía lo que se contaba de él: que hablaba con los muertos y que estos siempre le decían quién se iba a morir. Todos los años alguien le preguntaba en broma sobre el asunto y Fausto sonreía callado, también en broma, hasta que un día el propio Fausto se murió.
Siempre que llegábamos al pueblo entrábamos en coche por la carretera de Quesada y dábamos una vuelta hasta el centro, controlados por el infalible sistema de vigilancia andaluz, sin duda milenario, de las personas que toman el fresco.
Ese «ir a tomar el fresco», consistía en sacar un par de sillas y sentarse delante de la puerta de casa. Era entonces cuando, siempre a eso de las cinco de la tarde, tres señoras ancianas, bajitas y encorvadas, que creo que eran hermanas, subían en fila india por la acera y pasaban por delante nuestro. La primera, sin levantar la vista del suelo, movía levemente la cabeza y decía «vayan con Dios», la segunda se giraba un poco y decía «con Dios» y la tercera, creyendo que por ser la última tal vez incurría en alguna reiteración, apenas verbalizaba un «Dios» que parecía un suspiro de placer.
La cosa no acababa ahí, porque al ascenso de las tres señoras, a las que habíamos bautizado las Tres Gracias, le seguía siempre el descenso por la misma acera una hora después; y entonces, las Tres Gracias, que bajaban en el mismo orden, repetían el proceso y el mismo saludo, como en un automatismo.
Creo que fue Christopher Hitchens quien contó en una ocasión que siendo él aún no muy conocido, se topó tres veces con Margaret Thatcher en una fiesta y que, cada una de las veces que alguien les presentaba, ésta se dirigía a él con un «Oh, encantado de conocerle» y estrechándole la mano, como si fuera la primera vez. Es con esos gestos con los que se sostiene un pueblo y una civilización.
Tenía el pueblo sus propios dejes y sus propios hábitos: cuando alguien llegaba de fuera se hablaba de él mencionando la palabra «forastero», como si la pronunciara un alguacil que ve descabalgar a cowboys desconocidos en la plaza pública. En cuanto a mi, si alguna vez me topaba con alguna persona de mi edad, la pregunta no era nunca «¿Cómo te llamas?» sino «¿Tú de quién eres?», el sheriff interrogando mientras se palpa la cartuchera, el parentesco como seña de identidad.
Lejano Oeste o Lejano Sur, pasábamos las horas y los días jugando en las calles o entre los olivos y a veces incluso subíamos hasta El Caballo porque, como dijo una vez Orwell, «la imaginación, como algunos animales salvajes, no cría en cautividad».
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