
A veces vuelvo a la gran biografía del Che Guevara escrita por Jon Lee Anderson. Casi siempre a las cien primeras páginas, cuando el joven Guevara es solo un estudiante de medicina que viaja por el continente sudamericano sacando a bailar a la chica equivocada y descubriendo el socialismo en la mina de cobre de Chuquicamata. Con un poco de voluntad, como todo en la vida, los marxistas pueden ver su futuro en los surcos de minas y los chamanes leerlo en los posos del té.
Al contrario de lo que suele hacerse con las biografías, leo el libro como si fuera una novela de aventuras caribeñas, en la que la formación da paso a la comedia, la comedia a la acción, la acción al drama, y el drama finalmente a la muerte, tal vez anunciada, en la que el socialismo se impone al realismo mágico impidiendo la resurrección.
Leída así, como novela y no como biografía, la historia se vuelve literatura y las personas se ven convertidas en personajes. De todos ellos, siento simpatía por un secundario tan efímero como constante en sus apariciones. Se trata de Ricardo Rojo, un ocurrente abogado argentino al que Ernesto conoce durante sus viajes mochileros y con el que se irá cruzando por la Sudamérica indígena, por el México de los preparativos de Fidel, por la Guatemala de Jacobo Árbenz y hasta por la Cuba post Batista.
Rojo es el típico personaje que se deja ver en todas partes: tan pronto negociando entre Frondizi y Perón como enviando cartas encabezadas con un «Para el Francotirador», o rememorando a su compañero caído con un libro titulado «Mi amigo el Che». Si es cierto eso de que «el nombre es el destino», Rojo lo persiguió hasta el final.
Ojo con Rojo. Su presencia es mínima en comparación con el número de páginas de la biografía. Lo que me gusta es su función en el libro, por el que desfilan ataques de asma, golpes de estado, incursiones en la selva, bombas, fusilamientos, trenes que descarrilan, viajes al Machu Pichu o el mismísimo mundo dividiéndose en dos bloques con amenaza nuclear. No importa, al final siempre aparece Rojo. A veces solo en una escasa línea o dos, por no estorbar – ahí están los gringos de nuevo – pero siempre vuelve.
Me hace gracia pensar que todos tenemos a alguien así, alguien a veces insignificante que se nos va apareciendo en los lugares más insospechados del mundo a pesar de las mudanzas, los divorcios, las muertes y las guerras mundiales, como si al final, el mundo no girase entorno a nosotros, sino que fuéramos nosotros los que girásemos entorno a esa persona. Alguien a quien no hubiese manera de quitarse de encima. Como el célebre capítulo en el que Walter White no puede deshacerse de la mosca cojonera – el nombre y el adjetivo suelen aparecer juntos tantas veces que en ocasiones creo que hasta existe un género de insecto llamado así, especialista en tocar los cojones (o los ovarios) y con una esperanza de vida menor a la media.
Con esa lógica, durante muchos años a algunos políticos del PP pudo parecerles que su partido no orbitaba entorno a Génova sino alrededor del Pequeño Nicolás. Asimismo, las Aventuras de Tintín tampoco giraban alrededor de Tintín, sino que el eje era Serafín Latón, el desvergonzado vendedor de seguros que se le aparece al protagonista hasta en los confines del mundo, como una china en el zapato.
En el mundo del famoseo, es curioso el caso de Luis Alegre. Luz Sánchez Mellado escribió un reportaje hace tiempo titulado «El amigo Alegre«. En él, trazaba la historia de un profesor bajito, aficionado a la copla, salido de un diminuto pueblo de Teruel y que aparecía en todas las salsas como amigo de todas las celebridades, desde Guardiola hasta Letizia, pasando por Ray Loriga a El Gran Wyoming. Preguntado por el asunto, Alegre concluyó: «No tengo adicción a los famosos. Mi única adicción es la amistad».
El mundo de la literatura tampoco está a salvo de estos fenómenos. Pese a la cantidad de novela que hay por ahí, a veces tiene uno la sensación de que al final de la esquina, escriba quien escriba, aparece siempre Rodrigo Fresán. No es difícil encontrarse con el escritor argentino en presentaciones de libros, propios y ajenos, reuniones de escritores – parece ser amigo de todos – simposios, guateques, conferencias. Yo mismo no he dejado de toparme con él a lo largo de los años.
Cuando hice el trabajo de final de bachillerato sobre series de televisión, Fresán ya aparecía en los libros sobre cine que yo tenía que consultar. Desde entonces la cosa no ha parado. No hay documental, presentación, reseña, crítica, colección o película sobre la que no hable Fresán. ¿El medio es el mensaje? Fresán es el mensaje. En una ocasión me lo crucé por calle Mallorca. En otra, una noche en la que íbamos un gran amigo y yo por el Raval, se nos apareció de repente, acompañado del crítico Ignacio Echevarría, soltó un «¡Escuchá Ignacio!», pues Ignacio iba por delante, y desapareció casi al instante, como un tren de carga que cruza por la estepa en mitad de la noche.
A Fresán no tengo el gusto de conocerlo, pero su presencia se ha vuelto tan habitual, que ya casi forma parte de mi mobiliario. Uno de esos objetos que solo llaman la atención cuando dejan de ocupar su sitio, el jarrón anodino que el gato arroja desde el quinto piso y al que solo lloras cuando llega el velorio.
A veces fantaseo con la idea de escribir una novela, en la que el gobierno argentino decide involucrarse en una conspiración junto a los servicios secretos porque un compatriota, conocido como Rodrigo de Fresón, «aparece demasiadas veces en demasiados sitios con demasiada gente», hasta el punto de hacer peligrar la paz social «con un ego demasiado grande, incluso para ésta nuestra Argentina».
De todos modos, ojalá siga ahí Fresán, pese a los cambios, pese a que un día me haga diseñador de moda, aunque se separen los Reyes, Sergio Ramos o a alguien le dé por darle al botón nuclear. Una vez, en uno de esos días inciertos de juventud, en los que nada es seguro ni la siguiente media hora parece garantizada, Guevara escribió: «Tal vez podamos escribir en una revista llamada Siete, tal vez dé una conferencia, y tal vez comamos mañana.» Como Daisy Buchanan cuando se pregunta en El Gran Gatsby qué hacer esta noche y los próximos 30 años, de vez en cuando está bien un mundo en el que no todo sea un tal vez, en el que queden certezas, en el que todo esté en el aire pero exista al menos un Fresán, un Latón, un Ricardo Rojo. Hay libros y vidas que solo se aguantan así, como sostenidas por una clavija invisible pero bien ajustada; siempre está y nunca se la echa en falta, pero si algún día cayera, todo se desmorona.