Más allá del Muro: Capítulo II

Parece una eternidad desde el último post, cuando mi vuelo aterrizaba en este país sumido en turbulencias (el vuelo, pero también el país). Recordemos: el AfD, el partido de la extrema derecha, planeaba ya con éxito en las encuestas. Finalmente han logrado un resultado moderadamente exitoso para cualquier pueblo apacible, y alarmantemente exitoso para el siempre hipocondríaco pueblo alemán. No ha sido lo único. Por ejemplo, Erdogan ha tenido tiempo de firmar un pacto con la UE que no solo lo ha convertido en el Jenízaro en jefe de la empresa externalizada de vigilancia de refugiados – a.k.a. Turquía – sino también en el supervisor en jefe de la libertad de expresión en Alemania.

Al periodista de Der Spiegel, Hasnain Kazim, no le han renovado el permiso de prensa en Turquía y ha tenido que abandonar su corresponsalía, presumiblemente por su trabajo crítico con la deriva autoritaria turca (como si la función de un periodista no incluyera «crítico» en el concepto mismo). Tras ello, una canción satírica de la cadena alemana ZDF ha provocado que Turquía llamara a consultas al embajador alemán, que a su vez ha llevado a que el humorista Jan Böhmerann desatara un debate nacional acerca de qué se puede y no se puede decir («De Erdogan al 10, ¿cuán grande es tu sentido del humor?«, pudo haber sido un bonito titular).

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Vistas desde Warschauer Strasse, desde donde el Este se extiende a sus anchas.

Durante ese periodo de tiempo he tenido tiempo de vivir en Neukölln y mudarme a Kreuzberg, lo que equivale a decir que he vivido más tiempo en Turquía que en Alemania. Que los turcos sean legión en ambas zonas de la ciudad, que los kebabs inunden Oranienburger Strasse o Karl Marx Strasse, o que los barberos turcos pillen casi por los pelos a los barberos alemanes no es sólo un elemento demográfico, es justicia poética en una ciudad que los nazis pretendían entregar a los alemanes y sólo para los alemanes bajo el nombre de Germania. No sobrevivirá el Berlín de Chris Isherwood, el de los cabarets y sinagogas y locales manejados por judíos; no sobrevivirá la Galicia de ucranianos, judíos, polacos y gitanos recordada por Joseph Roth en «Judíos errantes«; tampoco la mitteleuropa de Stefan Zweig imaginada en las calles y teatros de Viena.

Pero a aquellos oasis multiculturales sí les sobrevivirán otros: el Rossia-Imbiss, erigido como supermercado y emblema de la imigración rusa de los 90 en Charlottemburg -también conocida, con cierta sorna, como Charlottengrado – al oeste de la ciudad; las trattorias italianas como puesto de avanzadilla de los europeos del sur, de los de los 60 y de los de hoy; los mencionados turcos y africanos poblando lo más granado  y bohemio de la ciudad, hasta el punto de convertir Görlitzer Park en un trasunto del Hamsterdam de The Wire; incluso un nuevo pueblo, los Hipsters, invadiendo Prenzlauerberg hasta convertirlo en una fortaleza infranqueable e inexpugnable (barbas largas y bolsillos llenos constituyen los dos únicos requisitos para cruzar a esa zona norteña y ninguno de los dos están, por ahora, a mi alcance).

Antes, sin embargo, hubo tiempo para sobrevivir a Lichtenberg. Casi diez días encerrado en la habitación de una pensión solitaria en el barrio que se extiende más allá del Oberbaumbrücke, el puente que conduce a Warschauer Strasse y que conduce a más allá del muro, territorio del Este. Diez días, en cualquier caso, para intercambiar las primeras palabras en un idioma alemán de bajos vuelos, de esos incapaces de resistir la metralla de un «¿Quisiera también una bolsa?» disparada en un alemán cerrado, rápido, fugaz y fulminante, como si fuera un ataque relámpago de la Luftwaffe.

Diez días para lidiar con dependientes cuyo carácter volátil ante la incomprensión extranjera podía estallar en cualquier momento (alguien dijo: «es el carácter berlinés en invierno»; añado: ya es primavera). Diez días, en definitiva, para presenciar en carne y hueso el tópico del recto alemán («¡Tiene que atenerse a las reglas!» le gritó una señora a otra señora por subir con bici en el vagón equivocado en pleno domingo, ante la cabeza cabizbaja de su aludida y la indiferencia del resto de los presentes.).

Tampoco llegué en buen momento: la llegada de refugiados llevaba meses desbordando a Merkel, que por primera vez veía tambalearse seriamente su siempre estable gobierno alemán; los derechos de Mein Kampf, la gran obra escrita por Hitleraún entonces en manos del Estado bávaro, pasaron a dominio público tras décadas y empezó a venderse como rosquillas o pretzels. Otro debate atenazó durante esas semanas al pueblo alemán: ¿resucitaría la puesta en circulación del «libro maldito» una nueva corriente ultraconservadora?. También levantó polvareda Er ist wieder da (Ha vuelto), la adaptación cinematográfica del polémico libro sobre un Hitler ficticio sometido a una especie de Regreso al futuro. Todo ello mientras los refugiados se agolpaban a las puertas, Orban y el Este se declaraban en rebeldía, Putin se regodeaba en el «divide y vencerás» frente a Europa y el AfD se cernía sobre Alemania.

Suele decir Pedro Ruiz que Franco no murió, estalló en mil pedazos y ahora cada uno de ellos está repartido por España. En cuanto a Hitler, tampoco creo que haya desaparecido, pero pervive de otra forma: sobrevive su sombra. Durante los meses mencionados, la sombra de Hitler planeaba y se cernía sobre Alemania. De hecho, lo hace siempre. Está allí cuando los debates tienen lugar en la esfera pública, marcando como el Finisterre el límite del mapa moral y el inicio de la inmoralidad. Está allí cuando un tertuliano dice en una TV pública que Putin es un buen presidente porque «le gusta la música clásica» y alguien responde que no, que a Hitler «también le gustaba Wagner«.

También está allí cuando los manifestantes griegos muestran carteles de Merkel con simbologías nazi. Está allí cuando alguien vierte un comentario a favor del AfD o contra el AfD. También estaba allí cuando una noche de copas, un compañero alemán procedente de Nuremberg me dijo lo mucho que le cansaba que todavía a él y a su generación se les inculcara «la culpa».

«Dice verdad aquél que dice sombra», decía Paul Celan y lo recordaba Gabriel Albiac en su discurso sobre Auschwitz. Con la sombra de Hitler en la nuca, en todas sus manifestaciones, aterricé en Alemania. Como dije, no llegué en buen momento. Pero continuará.

Más allá del Muro – Capítulo I

«Empezaré por el principio y acabaré por el final», sentenció una vez Vila-Matas en el inicio de una de sus más kafkianas conferencias. Lo más parecido al principio de este viaje anárquico convertido en blog fue el despegue de mi vuelo, el 4U 8527 de Germanwings, un nombre que se sumó ya de antemano a la maleta de prejuicios y fobias que llevo conmigo siempre que decido subirme a un avión. La Generación LOST, la caída en directo de las Torres Gemelas y la mera pérdida de tierra firme son algunos de los motivos que siempre han conllevado la aparición de un sudor silencioso y casi ritual previo al despegue hacia cualquier parte. Ni siquiera el consuelo de que Ralph Fiennes se lo había montado con una azafata en pleno vuelo o que el Melendi de turno podía aparecer en cualquier momento, lograron disipar la imagen de un piloto desquiciado estrellando un avión en el mar blanco y encrespado de los Alpes.

«Vuelo 4U 8527 de Germanwings», leí otra vez en el mostrador, mientras apuraba el último trago de cerveza y recordaba la tarde en que la redacción de El Mundo Catalunya, en la que entonces hacía prácticas, hacía lo imposible para escribir los perfiles de algunas de las víctimas de la tragedia. Fue la primera vez que pude ver a una redacción entera sometida a un test de estrés – los periodistas de la sección Cultura escribiendo sobre fallecidos cantantes de ópera y admiradores de Wagner; los de Política haciendo lo imposible por abrirse paso entre el torrente de declaraciones y familiares – y una experiencia más viva que cualquiera de las vagas enseñanzas, despojadas de rostros o historias, de la universidad. «¡Oh, Dios mío!», «¡Oh, god!», «¡Oh, mein Gott!», habían gritado algunos de los pasajeros mientras el piloto aporreaba en vano la cabina en la que se había encerrado el ejecutor de todos ellos. Fue lo que más sorprendió en aquel día fatídico, la unanimidad con la que unos y otros imploraban al mismo nombre aun en idiomas distintos, ignorando lo que el intelectual Christopher Hitchens ya había apuntado años antes: «Ante la inútil pregunta de «¿Por qué yo?» el cosmos apenas se molesta en responder: «¿Por qué no?».

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«¿Le importa que deje la mochila aquí?», pregunté yo. Fue a mi compañera de asiento, una mujer asiática, a la que después incordiaría con un «la comida viene incluida, ¿verdad?» y más tarde con un «no vamos con retraso, ¿cierto?», y a la que en cualquier caso lo único que quería transmitirle era una especie de pacto velado de complicidad, una especie de sobre bajo mano con la sola frase: «¿Seguro que es seguro? El avión, quiero decir». El motor arrancó y el avión despegó. Y tras sobrevolar los Alpes, al cabo de unos minutos que se hicieron eternos, el muro físico del viaje se esfumó. Atrás quedaron los miedos y las tragedias, reducidas a una especie de caricatura cuando muchos de los viajeros empezaron a mirarse aliviados, como los miembros secretos de una broma inaudible.

«Empezaré por el principio y acabaré por el final», había dicho Vila-Matas. Lo que siguió al despegue fue el descenso. Un descenso a la par del atardecer, en el que el mar azul dio paso a un temporal de nubes grises que presagiaban tormenta. Y allí abajo, Berlín.

PD: (Este es un mensaje para los bufetes de abogados especializados en derechos de autor, mejor conocidos como «el mayor enemigo del hombre en el siglo XXI» y especialmente prolíficos en Alemania: Pese al título, esta entrada no tiene vinculación con George R.R Martin. Conocí, sin embargo, a los «salvajes más allá del muro«, tras cruzar el Oberbaumbrücke, donde el territorio hostil del Este se desplega a sus anchas y Europa se convierte en misterio. Pero eso quedará para los siguientes capítulos.)

 

Entrevista a Rafael Poch: «Alemania es el país de las revoluciones fallidas»

Cuando me piden que nombre a un «referente» nunca sé que responder. Soy mitómano, así que tiendo a venerar a multitud de personas por motivos distintos. Sin embargo, siempre acaba sobresaliendo un nombre por un motivo u otro. No es el más mediático, si eso significa sorprender a la audiencia cada domingo en el Prime Time. Tampoco es el más polémico, si eso significa aparecer en las principales tertulias como protagonista de la más furibunda trifulca nacional. Pero cuando Rusia abandonó su coraza como caballero andante de la URSS y se arrojó al vacío desde el caballo socialista, él estuvo allí. Y cuando el Gigante Asiático mejor conocido como China despertó resurgió, también estuvo allí. Y cuando Alemania se adueñó de la batuta durante la mal llamada «crisis de la deuda nacional europea», sí, también estuvo allí.

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¿La envidia de cualquier corresponsal? Aún hay más: como si tuviera un olfato privilegiado para captar el momento en el que un país emprende el rumbo hacia la tormenta perfecta, antes de que resonaran las balas de Bataclan, el Estado de Excepción y las fracturas de la izquierda francesa, Rafael Poch de Feliu, con el olfato y la capacidad analítica de siempre, ya estaba en París. Y allí sigue. Como siempre, de la mano de La Vanguardia. Pese a que sus parámetros ideológicos le coloquen en coordenadas muy distintas a las de su periódico. En esta ocasión, sin embargo, tuvo tiempo para volver atrás en una entrevista. Sobre Alemania, su reincidente condición como guardián de las esencias (conservadoras) europeas – estatus que quizás comparta con Rusia – y sobre las dificultades que afronta la izquierda en el país con más desigualdad de Europa, según un informe del Instituto Alemán de Investigación Económica.

-Alemania es tradicionalmente un país conservador. ¿Cuál es la situación de un partido como Die Linke (La izquierda) en el panorama político?

El establishment alemán se caracteriza por su organización. Su cultura política es, por un lado, la particular tradición histórica de que el Estado está por delante y por encima del derecho, y, por el otro, el anticomunismo, que fue el pasaporte de homologación democrática de los ex nazis en Occidente después de la II Guerra Mundial. Eso encoje mucho el terreno de juego para cualquier fuerza que cuestione aspectos del consenso de ese establishment. Die Linke cuestiona dos aspectos claves: el neoliberalismo (es una fuerza genuinamente socialdemócrata que por el corrimiento general hacia la derecha es presentada como de “izquierda radical”, pero que defiende cosas que el SPD y hasta la CDU defendían inmediatamente después de la guerra) y el antimilitarismo. Por eso es descalificada política y mediáticamente como una fuerza irresponsable, al tiempo que es tentada para que regrese al redil renunciando, total o parcialmente, a ambos aspectos. Es, en definitiva, la única fuerza de cambio en un país blindado contra el.

-¿Qué dificultades encuentra la izquierda (entendiendo como tal cualquier fuerza que se salga de los márgenes del SPD) para prosperar en dicho panorama?

 
El habitual en toda Europa: la denigración mediática, la presión política, la hostilidad de los poderes económicos, pero todo ello de una forma más “organizada” que en cualquier otro país de Europa y más eficaz desde el punto de vista de la credulidad de la sociedad..

-¿Qué representa el antiguo líder del partido, Oskar Lafontaine, para la izquierda alemana y para el ‘establishment’ en general? ¿Y Gregor Gysi?
 
Lafontaine es un gran peligro porque es un político, brillante, muy competente que conoce muy bien el sistema por dentro, debido a su trayectoria y sus responsabilidades. Y es un hombre de principios que formula dos fronteras claras que dividen izquierda y derecha en su país, las dos cuestiones mencionadas. Gysi es más flexible en ambas cuestiones. Por eso, a largo plazo  gente como Gysi es la esperanza del sistema en “domesticar” a Die Linke, como ocurrió en el pasado con el SPD y los verdes. Evidentemente no es el único que reúne esas características en Die Linke.

-¿Es extrapolable el éxito de un partido como Podemos en Alemania?
 
No. No existe en Alemania el nivel de desprestigio de las instituciones que hay en España y la ventana de oportunidades que ello abre. La sociedad alemana es muy activa en la defensa de intereses pero en el fondo está muy poco politizada. (véase el caso de los Piratas, un verdadero esperpento). No hay tradición de rebeldía desde abajo, sino de reforma desde arriba. El enfrentamiento, con el que los diversos intereses se miden, está feo y siempre cede a la colaboración.

-¿Qué valoración tiene que el presidente alemán Joachim Gauck, a quien se le presupone cierta neutralidad debido a la condición de su cargo, exprese su temor sobre que un partido como Die Linke pueda llegar a gobernar?
 
Gauck es un producto del establishment en su día convenientemente cocinado por los grandes medios de comunicación (que no están al servicio del poder, sino que son el poder). Su biografía de “disidente” en la RDA es un fraude manifiesto. Fue literalmente llevado al poder (tras la demolición de su antecesor, Wulff) por su idoneidad neoliberal y promilitarista. Es un reaccionario en el sentido más genuino del término. Su cruzada contra Die Linke forma parte del papel para el que fue programado.

-¿Por qué Merkel tiene tanto éxito en su país?
 
Por miedo, en gran parte. El miedo es una figura central de la sicología colectiva alemana. En este caso miedo a que las cosas vayan aún peor en el país. Aunque ideológicamente es una Thatcher, su estilo es discreto y tranquilizador. Pero sobre todo, Merkel se beneficia del hecho de que no tiene a nadie enfrente: sus teóricos adversarios del SPD practican una política muy parecida a la suya y carecen de figuras. En la CDU ella se ha encargado de eliminar a todos  aquellos que destacaban. De todas formas que gane elecciones no quiere decir que tenga “éxito” en el sentido de que suscite pasiones. No creo que Merkel suscite pasión o devoción carismática en Alemania. Simplemente “es lo que hay” en un país despolitizado, miedoso y alérgico a la rebeldía.

-Dirk Kurbjuweit, periodista de Der Spiegel, ha escrito un libro llamado «No hay alternativa» en referencia a la época Merkel en Alemania. Según Kurbjuweit, todos los cancilleres precedentes manejaron cuestiones polémicas en sus legislaturas (el último ejemplo Schröder con su Agenda 2010). Para él, el éxito de Merkel está en que ha logrado un perfil bajo que evita las polémicas y que está poniendo en peligro la democracia en Alemania porque, como recuerda también George Packer en The New Yorker, el no-cuestionamiento entorno a su figura se basa además en neutralizar a la oposición «apropiándose» de algunos de sus planteamientos (comprensión con los sindicatos, retraso jubilación, ayudas, etc), todo ello, mientras los medios alemanes, predominantemente centristas, se limitan a hablar sobre cuestiones como «confort» o» calidad de vida». ¿Qué opinas de ese análisis? 
 
Algo de eso puede haber, pero sobre todo se ha cultivado su imagen desde los medios. Los grandes escándalos suelen ignorarse (NSU/ NSA) y, es verdad, que ella tiene cierta habilidad para sobrevivir sin exponerse….

-Dice el periodista alemán Georg Diez que «Alemania se está volviendo más alemana, menos occidental. Alemania ha descubierto sus raíces». ¿Existe algo así como un hecho diferencial alemán? (con la correspondiente incomodidad que pueda suscitar esa pregunta si nos atenemos al pasado reciente).
 
Alemania es lo que ha sido siempre a lo largo de su historia, el país de las revoluciones fallidas y las contrarrevoluciones preventivas exitosas, una especie de vanguardia reaccionaria europea, todo eso adaptado a la nueva “emancipación” que inaugura la Quinta Alemania tras la reunificación. Quizá ese autor exprese eso con lo de “redescubrir sus raíces” pero yo creo que en el fondo la Alemania de hoy es la Alemania de siempre en las circunstancias históricas actuales. Lo “diferencial”, específico de Alemania, es su tradición política y cultural; la tradición del absolutismo, su filosofía especulativa siempre despegada de la práctica política, su rudo nacionalismo étnico tendente al racismo, la separación que practican entre cultura y civilización, en el sentido de que puede haber otros pueblos “civilizados” pero que solo los alemanes son “cultos”, su ausencia completa de inteligencia emocional, su complejo de superioridad con el que envuelven la evidencia de su menor sofisticación, vital y cultural, hacia vecinos como Francia…

Rafael Poch es coautor junto a Àngel Ferrero y Carmela Negrete del libro «La quinta Alemania» (Icaria editorial).

Una sombra en la ciudad de las luces

Cuando una delegación del Gobierno británico asistió a la reapertura de los campos de concentración en Alemania, algunos miembros contaron que lo que habían visto y sentido era tan terrible que no tenían palabras para expresarlo. Sólo Dylan Thomas dijo: “Deberían enviar poetas”.

Lo de ayer no tiene nombre y costará mucho tiempo encontrar las palabras exactas para definirlo. Lo que sí sabemos es:

-Que ayer fue París, pero antes de ayer fue Beirut y mañana será Bagdad. Ésto no es La Guerra de Los Mundos, no es una película de dos bandos ni de efectos especiales, no es Occidente contra Oriente. Los que hoy utilizan a niñas kamikaze habrían metido a familias enteras en hornos humanos. Es fascismo islámico, pero fascismo.

-Estados Unidos y Europa tienen que replantearse si seguir amparando los crímenes contra la Humanidad cometidos por Israel, permitiendo que el ISIS lo use para legitimarse. Estados Unidos y Europa tienen que replantearse si seguir apuntalando dictaduras laicas (como si el adjetivo cambiara gran cosa). De todo eso tiene la culpa Occidente. Pero ni Estados Unidos ni Europa tienen la culpa de que unos locos reivindiquen un Califato extinguido hace más de 500 años del mismo modo que no tenían la culpa cuando Hitler se expandía por Austria escudándose en su “espacio vital”. Masoquismo sí, pero con límites.

-El periodista Ramón Lobo contaba que cuando él estaba en Afganistán, siempre le sorprendía que todos los niños querían ser médicos. Cuando preguntó por qué, le dijeron: “Porque es lo que aquí falta”. Sobran las armas y sobran los soldados que llevamos, faltan los médicos, los profesores y los libros que no llevamos.

 

“Français, en guerriers magnanimes
Portez ou retenez vos coups !
Épargnez ces tristes victimes
À regret s’armant contre nous.

[…]

Liberté, Liberté chérie,
Combats avec tes défenseurs !”

Pequeña historia rusa

“He would have made them mules
silenc’d their pleaders and dispropertied their freedoms,
holding them, in human action and capacity
of no more soul nor fitness for the world
than camels in the war”
(Coriolanus, Act II; William Shakespeare)

Zravstvuitie. No, Shakespeare no hablaba ruso ni tenía el don de Joseph Conrad para las lenguas. Que se sepa, claro. Entre las incontables virtudes de El Bardo de Avon no se encontraba el dominio del ruso, que era lengua de Tolstói, como el inglés lo era de Shakespeare. El título es solo un señuelo: al fin y al cabo, está comprobado que cualquier artículo, serie, libro o discusión de hoy en día es susceptible de ser comparado con Shakespeare cuando la cosa se pone culta, del mismo modo que Hitler aparece como estrella invitada en aquél punto en el que las discusiones políticas cruzan la frontera de la buena educación.   

Introducción extensa, sí. Pero el tema a tratar también lo es. Se llama Rusia, nada más y nada menos. Y cuando el ex agente de la CIA Edward Snowden decidió refugiarse en ella porque EEUU le pisaba los talones, el periodista de EL PAÍS Miguel Ángel Bastenier escribió: “Snowden tendrá ahora la libertad de desplazarse por una cárcel de varios millones de kilómetros cuadrados”. Unos 17 millones, concretamente. “Y es que siempre os metéis con mi tamaño”, diría Rusia si se la dejara hablar.

 Rusia es ese país ingente que trasciende continentes y husos horarios; una vasta extensión capaz de perder más de 20 millones de habitantes y vivir para contarlo; un imperio capaz de saciar antes las ganas de conquistar el espacio que las ganas de comer. Un territorio místico y desconcertante custodiado por desconcertantes monasterios de punta dorada; una inmensidad arrastrada por el horizonte, como en los paisajes áridos americanos de los libros de Cormac McCarthy, la Europa de los senderos de Patrick Leigh Fermour o la propia estepa rusa de Colin Thubron. Todo es descomunal en ella. ¿Qué mejor lugar sino Rusia para alumbrar el idealismo y el primer gobierno comunista del mundo? “¿No será que aquí, no será en ti que surgirán ideas ilimitadas, como ilimitada eres tú?”, dijo Gógol en su Almas Muertas.

Y así fue. El comunismo estallaría tiñendo el blanco nieve de carmín. Donde antaño corrieron hordas de mongoles correrían entonces regueros de sangre. El frío hielo siberiano pasaría a convivir con el frío acero de la industria soviética. Y entonces, cuando parecía que no quedaba nada más por fracturar en esa ingente llanura helada punteada por rojos y nevadas, llegó el capitalismo y no precisamente al rescate. La transición rusa fue inclemente y despiadada, como retrata minuciosamente Rafael Poch en “La gran transición”; como si por el hecho de ocurrir en Rusia tuviera que ser seria y exagerada, pues todo debe ser ser serio y exagerado en la tierra de los zares. Rusia descarriló como un transiberiano desbocado y sin control: unos pocos amasaron dinero y el resto amasó la miseria. Despojada de ilusiones y cansada de revoluciones, el aterrizaje en la realidad capitalista nada tuvo que envidiar al de Gagarin. Un chiste de aquellos días en la ya extinta RDA así lo reflejaba: “Todo lo que el comunismo nos contó sobre sí mismo era mentira, pero todo lo que nos dijo sobre el capitalismo se quedó corto”. El capitalismo llegó para quedarse, y con él, su cancerbero: Vladimir Putin, ex agente del KGB y hombre de armas tomar (y ya lo creo que las tomaba). La economía rusa despegó, es verdad. Pero tutelada por la mirada autoritaria, tan retraída como penetrante, de ese nuevo zar a cargo del timón del rompehielos. De nuevo, Rusia crecía pero amordazada. A los vigilantes externos de la OTAN se le sumaron los vigilantes internos del FSB (servicios secretos federales). Los rusos vieron como la libertad se veía cercada, como cuando Napoleón rodeaba con sus huestes las murallas de Moscú.

Fue entonces cuando apareció él. No lo hizo a golpe de cuerno, como los Rohirrim. Ni tampoco a golpe de balalaika. Lo hizo a golpe de talonario. Su nombre: Mikhail Khodorkovsky. Su tipo sanguíneo: oligarca. Fue uno de esos tipos astutos (¿corruptamente astutos?) que supo estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, levantando un imperio empresarial llamado Yukos dentro de ese imperio congelado llamado Rusia. Hubieron otros. La mayoría había ostentado tanto poder durante la época de Boris Yeltsin como para rivalizar con el mismísimo presidente. Incluso algunos, como Boris Berezovsky, llegaron a formar una especie de lobby dentro del Kremlin que sería conocido como “La familia”. Pocos de ellos conservaron el poder con Putin, que sentenció que no había espacio para dos gallos en el mismo gallinero. Ni siquiera en uno del tamaño ruso.

Uno de ellos, Vladimir Gusinsky, acabó abandonando las acciones de su canal de televisión, que recibieron el abrazo de oso de Gazprom; el mencionado Berezovsky, por su parte, se vió obligado a refugiarse en Londres, donde pasaría a organizar la resistencia contra Putin en el exilio: desde allí viajaría por Europa con su jet privado mientras alentaba la revolución naranja en Ucrania o protegía al fugado Alexánder Litvinenko, todo ello siempre con la ayuda de su inseparable Alex Goldfarb, a su vez hombre de confianza de George Soros y que ejercía las veces de mayordomo de Berezovsky, como una suerte de Michael Caine en los Batman de Nolan. Mejor suerte corrió Roman Abramovich, cuya fama (y yates) le preceden.

Pero fue sobretodo Khodorkovsky, el que fuera el hombre más rico del mundo, quien realmente representó una amenaza para Putin y su gobierno. No obstante, sus incursiones en la política del país, su poderío económico y la sombra de sospecha sobre la gestión de su imperio Yukos, acabaron con sus huesos en la cárcel. Entró en 2003. Salió el año pasado. Fue una rivalidad política primero y mediática después. Desde la cárcel, el oscuro oligarca Khodorkovsky, un tipo de una inteligencia contrastada, se convirtió en una especie de mártir y un emblema de la oposición por obra y gracia de los medios occidentales, siempre tan propensos al maquillaje selectivo. Fuera, sin embargo, ha quedado inutilizado. Daniel Utrilla, excorresponsal de “El Mundo” en Moscú y devoto ortodoxo de ese otro patriarca de las nieves llamado Tolstoi, cita a menudo aquella frase de Gómez de la Serna, que aseguraba que “la nieve dota de papel de escribir a todo el paisaje” en Rusia. Y es que esta historia de aire shakesperiano (finalmente salió la palabra) tiene todos los ingredientes para concebir un drama de proporciones colosales. Jodorkovsky retornó de su exilio en Siberia pero no como Coriolano en Roma. Ni siquiera se ha quedado en Rusia, la tierra que esperaba con ansia su liberación. En una de las entrevistas más amargas que he visto últimamente, el periodista de la BBC, Stephen Sackur le preguntaba al nuevo Jodorkovsky:

“Rumores llegan desde Moscú. Se dice que se ha cerrado una especie de pacto entre Putin y tú: un pacto según el cuál tu no causarías más problemas políticos y no volverías a Rusia.”

Por supuesto, Khodorkovsky lo negó, no sin mucha firmeza. Y Sackur arremetió de nuevo:

“Durante los diez últimos años Vladimir Putin y tu habéis estado envueltos en una batalla de voluntades y tú has perdido diez años de tu libertad, has perdido tu imperio empresarial y ahora te encuentras en el exilio. ¿No es acaso cierto que en esta batalla entre Putin y tu, Putin ha ganado? […] Él te ha destruido, ha destruido tu vida, tu fortuna, y tendrás que vivir los próximos años fuera de tu país.”

A lo que Khodorkovsky finalmente respondió:

“[..] El objetivo era que el oponente del régimen fuera olvidado y hoy está claro que no lo han conseguido. Sigo siendo un problema potencial. Por otra parte, no diría que yo he perdido y Putin ha ganado. Mi liberación es un compromiso en el que Putin gana y la oposición gana.” 

El todopoderoso hombre que antaño rivalizara con Putin, como en una especie de rivalidad política de altura entre los ministros Talleyrand y Fouché durante la época napoleónica, aparecía ahora como un hombre sumiso que había tenido que pagar un alto precio por poseer la libertad, un precio altísimo pero irrisorio en comparación con salir libre de una cárcel siberiana. Como cuando el caído príncipe Bolkónski de Guerra y Paz, herido en el campo de batalla, alzaba la vista al cielo y se consolaba mientras se acercaba Napoleón: “Bonaparte le parecía un ser pequeñísimo e insignificante al lado de lo que estaba ocurriendo en su alma y el alto cielo infinito por donde se deslizaban las nubes”.

O como cuando Rust Cohle miraba el negro cielo en True Detective y se tranquilizaba observando las estrellas: “Una vez todo fue negro. Si me preguntas, la luz está ganando”. Siempre quedará la duda de si Jodorkovsky debería haberse ahorrado el pacto con el diablo para salir de la cárcel. Ahora está libre, sí. Pero quizás a cambio de lo más importante que representaba Jodorkovksy: su poder. Una vez Pierre Manuel, procurador de la Comuna de París durante la Revolución Francesa dijo algo así: “Una idea me atormenta. ¿No será mejor mejor esperar la libertad que poseerla?”. Probablemente ni Jodorkovsky sepa la respuesta. Lo que sí sé es que ni Shakespeare hubiera escrito un drama tan apasionante.

¿Periodista?

Era noche cerrada. La playa se extendía como una llanura inmensa frente al mar, apenas punteada por el reflejo de un móvil lejano jugando como una luciérnaga en la oscuridad. Tipos dudosos deambulaban y se movían torpes y lentos, medio aletargados y rociados por alcohol. Parecían descarriadas ovejas sin destino u hogar. Más allá, en el horizonte, gritos y música, muchos gritos y música. “Allí lo celebran todo y aquí el apocalipsis parece como si acabara de pasar”, dijo Él, para sus adentros. Unos 300 metros separaban el fastuoso jolgorio de aquel panorama desolador. Y cuerpos, muchos cuerpos, los que no erguidos, tirados y acurrucados por el suelo, como si quisieran mantener a buen recaudo el alcohol que se acababan de tragar. Eran los restos de una ciudad que nunca duerme. Los restos de una ciudad en la que Él siempre había ido a la deriva y a la que ya empezaba a añorar.

-Eh, tú. ¿Por qué estás ahí de pie? – le gritó una voz ronca desde alguna parte de la oscuridad.

Él estaba, en efecto, de pie. Se había pasado media hora observando lo que parecía ser el mar. Meditando, mirando atrás, cuando pisó la ciudad por primera vez: recuerdos, personas, lugares, sorpresas. Y entonces recordó aquella frase de aquel hombre al que admiraba:

-Lo que más me gusta de una ciudad nueva es que ningún recuerdo me asalta en ninguna esquina.

Se llamaba Enric González, y era periodista. Las malas lenguas decían que su brillantez sólo estaba a la altura de su pereza, que era inmensa. Cuando escribía, Enric lo hacía con una ironía punzante y demoledora, que aderezaba con pizcas de cultura recolectadas a lo largo de toda su vida. Pero no lo admiraba sólo por eso. Lo que le gustaba de Enric era que había sido valiente. En pleno huracán de la crisis económica, los periodistas eran despedidos o relegados a condiciones de miseria. En una ocasión, Enric escribió: “No quiero ponerme en lo peor, pero cualquier día, en cualquier empresa, van a rebajar el sueldo a los obreros para financiar la ludopatía bursátil de sus dueños”. No se refería a cualquier empresa, ni a cualquier dueño. Un día, los directivos de EL PAÍS llamaron a Enric. Le dijeron lo que al detective McNulty en la serie The Wire:

-¿A qué lugar no te gustaría ir?

Acabó en Jerusalén, como corresponsal. No era un exilio siberiano, cierto, pero para un tipo acostumbrado a dar su opinión, aquello fue lo más parecido a una represalia por rebeldía. Lo que sigue es conocido: Enric acabaría abandonando, por voluntad propia, la empresa, azotada como estaba por uno de los EREs más duros del mundo periodístico. “Que yo deje un empleo carece de interés. Que más de diez docenas de periodistas sean despedidos de un periódico que baña en oro a sus directivos y derrocha el dinero en estupideces es bastante grave.” Por eso admiraba Él a Enric.

-Eh, ¿qué haces de pie, tío? – volvió a retumbar la voz en la oscuridad.

Entonces Él se sobresaltó. Había estado embobado, pensando en su héroe, en Barcelona y otros recuerdos, cuando decidió mirar hacia el lugar del que salía la voz. En la arena, los ojos de un perro negro brillaban inescrutables. A ambos lados, dos figuras extrañas lo acariciaban sentados en la arena.

-Estoy pensando – contestó Él.- Es un día especial.

Unos cubitos tintinearon mientras el perro jadeaba con la lengua afuera. “Tranquilo, no muerde”, le dijo uno de ellos mientras se sentaba a su lado. Ahora los tenía de frente. Por sus facciones y su acento parecían eslavos -sí, por el vodka también-, y con el perro negro, un perro que intimidaba como el perro de los Baskerville, conformaban una graciosa triada de personajes delirantes.

-Me llamo Sasha y soy de Vladivostok. Y él es Kandinsky – dijo el primero de los eslavos, señalando a Kandinsky mientras con la otra mano le daba a Él un vaso lleno hasta arriba de vodka. La cosa mejoraba por momentos y Él no sabía de qué extrañarse más: si de un tipo ebrio que aseguraba venir de la ciudad más remota de Rusia, o de un tipo que se llamaba igual que el famoso pintor de arte abstracto.

-¿Sabes por qué se llama Kandinsky? –  dijo Sasha balbuceando.- Porque cuando bebe nadie entiende lo que dice. Y siempre bebe.

Y allí se quedó Él, pegando tragos escépticos con muecas de asco mientras se preguntaba si el polonio sabría igual de mal que aquello. “Fue un tipo sabio, el que inventó la cerveza” se acordó que había dicho Platón, y entonces se dijo a sí mismo que sí, que había sido sabio, pero que qué había de ese otro tipo que había inventado el vodka, que alguien debía haberle hundido mucho la vida para querer vengarse así.

Pasaron unos segundos y ya nadie dijo nada. Luego, al cabo de cinco minutos, cuando el silencio clamaba a gritos bajarle el volumen, Él rompió el hielo:

-Sabéis, mis padres tuvieron a un ruso trabajando en su restaurante. Bueno, era de Chechenia. Se escapó de allí cuando la guerra, los bombardeos de Putin y…bueno, ya sabéis. Se llamaba Andréi. No sabía nada de español, apenas inglés, mi madre hacía malabares para entenderlo. Dejó a su mujer y sus hijas allí, en su país. Las intentó traer varias veces, pero no le dejaban. La burocracia, ya sabéis. Le pedían permisos. Entonces encontró la manera: tenía que casarse con una española para poder traerlas. Andréi conoció a la gestora que entonces ayudaba a mi padre. Ella le doblaba la edad, casi. Con el tiempo habían congeniado mucho. Finalmente se casaron. Por supuesto ambos lo hacían para poder traer a la familia de Andréi. Pero ella se enamoró, de eso no tengo ninguna duda y….

Los ladridos interrumpieron la historia. De repente el perro había salido corriendo hacia la lejanía.

-Pero…¿y el perro?

-No pasa nada, Stalin ha salido a cazar – dijo Sasha.

Un nombre acorde para un perro como aquél y unos dueños como aquellos, pensó Él. Cuando volvió la cabeza para continuar la historia, Kandinsky se desplomó en la arena y empezó a roncar. Así que continuó con esa y otras historias, con el temor o la inquietud o la indiferencia, o quién sabía qué a aquellas horas, de que el único de los oyentes de aquel auditorio abandonara la sala. Le habló de como las hijas de Andréi se reunieron por fin con su padre en España. De cómo la menor, Yulia, había sido su canguro, como la mayor, Elena, antes que ella, o como muchas otras antes que ambas. Le habló de cómo sus padres siempre habían estado trabajando, durante su infancia, y de cómo por casa habían pasado decenas de cuidadoras distintas. De cómo luego él, sin razón seguramente, habría utilizado aquello como argumento en mil y una peleas con sus padres. Le habló de cómo Andréi les había invitado a Él y a sus padres a comer pelmenien su casa, y de cómo seguramente aquél había sido el primer flechazo con el país.

Le contó como, más de diez años más tarde de todo aquello, Él había contactado con Daniel Utrilla, corresponsal de El Mundo en Moscú, para decirle cuánto lo admiraba:

-“Hola Daniel, te envío este mensaje por facebook, a riesgo de que acabe hundido en ese Lago Baikal que es la carpeta “Otros””.

Y de su inesperada respuesta:

-“Hola, esta mañana me dio por bañarme en las gélidas aguas del Baikal y encontré tu carta dentro de una botella de vodka.”

Pero le habló de más cosas: de cómo su tío, ya desde pequeño y con resuelta y obstinada determinación, se había empeñado en llevarle libros cada vez que lo visitaba, a pesar de que ninguno de ellos acababa nunca por gustarle a Él del todo. El “¿tiene muchas fotos?” pasó a ser sustituido a medida que crecía por el “qué libro más largo” y posteriormente por “¿otro libro de historia?”. Finalmente, y aunque Él no lo descubriría hasta más tarde, aquellos regalos nunca esperados habrían de convertirse en las pequeñas pistas que le marcarían el camino en el futuro. Su tío parecía haber entendido desde siempre la importancia de aquella frase de Bolaño, el escritor: “Resistid, queridos libros, atravesad los años como caballeros medievales y cuidad a mis hijos en los años venideros”.

Y le habló también a Sasha de la primera vez que había sabido que quería ser periodista, cuando mataron a Benazir Bhutto. La chispa se encendió por casualidad, como pasa con todas las cosas que luego adquieren importancia: la líder pakistaní modernizadora había sido asesinada a tiros y algunos culpaban a Al Qaeda mientras otros culpaban al presidente. Él no tenía ni idea de Pakistán, ni de Bhutto, ni de nada. Ni siquiera de que aquel día había comprado el ABC, y de que jamás volvería a hacerlo cuando tomara conciencia de qué representaba el ABC. Pero la historia, lo que entendió de ella, le gustó. Parecía una de esas escenas de espías que tanto había seguido de pequeño. Y al día siguiente volvió a comprar el ABC. Y el siguiente. Y el siguiente. Porque la historia seguía, y había que saber el final. Cosas de la fidelidad.

Y mientras la oscuridad clareaba cada vez más alrededor, ya hacia el amanecer, le habló de sus primeros días en la universidad: de la ilusión de las fiestas de película hechas realidad; de la emoción ante la vida nueva en aquellas moles de cemento armado a las que llamaban Residencia, pero en las que lo pasaron tan bien; de un italiano que le enseñó que había que comprar pasta marca Barilla, porque aunque te cueste el bolsillo, peor es que te cueste el estómago; y de cómo cantaban juntos la canción de Alexanderplatz, de Franco Battiato; le habló de un economista brillante adicto al café, y de otros compañeros que vendrían después; de una chica con rizos que hubiera conquistado a Bob Dylan tocando la guitarra, y de una chica morena que le enseñó a decidir y ser decidido; de un profesor subversivo, arrogante y polémico, un Jep Gambardella de la universidad con voz de haber conocido los placeres de la vida, pero al que respetaba más que a nadie en una universidad de gente falsa y aduladora; o de un profesor viajero y soñador, que parecía encarnar aquella frase de Oscar Wilde en la que recordaba que “un mapa del mundo que no muestre utopía, quizás no merezca la pena”; y de libros, y de viajes, y de alcohol, y de noches, muchas noches. Y más alcohol, y más noches.

-¿Y ahora qué? – contestó Sasha, rasgando el silencio.

Entonces Él miró a Sasha, que se balanceaba levemente, cosas del vodka, mientras los ronquidos de Kandinsky empezaban a hacerse cada vez más insoportables:

-¿Ahora alguien tendrá que buscar al perro, no? – dijo Él. O dije yo.

«¡Que vienen los rusos!»

¡Que vienen los rusos!” no es solo el título de una comedia bélica americana de los años 60. Cualquiera que lea los periódicos desde que se inició el conflicto entre Ucrania y Rusia se dará cuenta de que es también la frase que mejor resume el sentimiento de Occidente. No solo porque la maquinaria de propaganda está encantada de exprimir la imagen de Vladimir Putin como una especie de Terminator eslavo (aunque lo pone fácil) y la de los rusos como esa gente fría que nunca ríe y se come a los niños (también lo ponen fácil).

Pero, ¿son tan malos los rusos? ¿Quieren invadir media Europa? ¿Rasputín mató a Kennedy? Por desgracia, las historias en las que los buenos son muy buenos y los malos son muy malos quedan para Anastasia y las películas de Disney. A continuación, lo que Occidente no quiere que se sepa sobre el Caso Ucrania:

“¿Y qué dices que tiene que ver Rusia con Ucrania?”

-Pues tanto o más que lo que Europa tenga que ver con Ucrania: el primer gran imperio ruso fue la Rus de Kiev (S.IX) y el nombre ya lo dice todo. Los mongoles le pusieron fin en el S.XIII y luego la actual Ucrania (que significa “tierra fronteriza“, tiene guasa la cosa) fue pasando por distintas manos aunque sin dejar de estar en el punto de mira ruso.

-Ucrania y Rusia no se encuentran separadas por ninguna gran cordillera, pues se encuentran en una gran estepa: de ahí la frontera difusa. Un territorio en el que históricamente han confluido cosacos, tártaros, rusos y polacos. A ello hay que añadirle la división religiosa entre católicos y ortodoxos orientales, y entre proeuropeos y prorrusos (oeste-este respectivamente). Una auténtica bomba de relojería que aún hoy sigue haciendo tic-tac.

“Nikita, Nikita, lo que se da no se quita”

-La península de Crimea (sudeste de Ucrania) actualmente en disputa fue una especie de regalo del líder soviético Nikita Jruschov a Ucrania (1954), como recuerda Ramón Loboen “El Periódico“. Lo hizo sin el permiso de la población rusa. Y allí es precisamente donde hoy tiene Rusia su flota y acceso estratégico al Mar Negro, de ahí que para ellos sea tan importante, hasta el punto de enviar al ejército si es necesario.

-Del mismo modo, Estados Unidos tiene también acceso al Mar Negro a través de la OTAN en Turquía. ¿Qué no haría EEUU si peligrasen sus bases en Turquía? ¿Acaso no tratarían también de defender su posición, como han hecho en otros países? ¿No queda cada vez más claro que estamos ante una partida de ajedrez? Lástima que no juegue Kaspárov, debe pensar Putin.

“¿Bueno, bonito, barato?”

-La UE nunca ha ofrecido a Ucrania formar parte de su unión política, sino una especie de unión de segunda clase: una “asociación de libre comercio“, lo que traducido del idioma neoliberal al español significa la eliminación de aranceles y barreras comerciales a cambio de reformas. Sí, reformas. En España sabemos muy bien lo que eso significa. Así que…¿Por qué iba Ucrania a aceptar de buenas a primeras una asociación que no le era beneficiosa, pues implicaba rechazar la oferta de Rusia, a la cuál se encuentra muy vinculada económicamente?

“¡Manos arriba! ¡Ésto es propaganda!”

-En cualquier caso, por esa razón empezaron unas protestas que lo que pedían era girar hacia Europa en lugar de hacia Rusia, que era lo que barajaba el presidente Yanukovich. Kiev, la capital de Ucrania, es una ciudad de casi 3 millones de habitantes; sin embargo, las protestas más numerosas en la plaza de Maidán han rondado los 100.000 manifestantes. ¿Hasta qué punto son representativas de la voluntad popular del pueblo ucraniano?

-¿Por qué las apoya Occidente? ¿Cómo reaccionaría determinada prensa española si 100.000 personas se manifestaran contra el gobierno de España, algunas mediante actos violentos? ¿Acaso no minimizaron y criminalizaron las protestas de Burgos, o las del 15-M cuando les convenía? ¿Y qué hay de EEUU? Se ha acusado al gobierno ucraniano de reprimir las protestas. ¿Pero pueden ellos lecciones de respeto a manifestantes, cuando la policía se dedicaba a arrestar y se prohibían las manifestaciones pacíficas del movimiento “Ocuppy Wall Street“?

“Yanukovich ha sido derrotado democráticamente”  

-Yanukovich era un oligarca: cierto. Y un corrupto: cierto también. Y hasta autoritario: sea pues, concedido. Pero no ha sido derrotado democráticamente. Tras las protestas en la plaza de Maidán (Kiev), Yanukovich estaba llegando a un acuerdo con la oposición.

–21 de febrero: Yanukovich anuncia el acuerdo: se convocarían elecciones, se volvería a la Constitución anterior, se formaría un gobierno de transición y se acabaría con la violencia. Un día antes, sin embargo, unos francotiradores empiezan a matar a personas. Se desata más violencia. Todo el mundo señala al gobierno como responsable.

–22 de febrero: Yanukovich viaja a Járkov, al este del país, para asistir a un congreso de diputados y gobernadores de su partido. Los opositores aprovechan mientras tanto para tomar los edificios institucionales, le acusan de huir para no asumir responsabilidades y el Parlamento vota destituirle. Lo destituye. Sin la correspondiente Comisión de Investigación que exige la Constitución en estos casos.

-5 de marzo: se desvela una conversación secreta entre el ministro de Exteriores de Estonia y la responsable de política exterior de la UE, en la que se apunta que los francotiradores habrían sido opositores que querían crear caos para culpar a Yanukovich.

Fuck the European Union”

La frase fue pronunciada por la responsable de asuntos europeos y euroasiáticos del Departamento de Estado de EEUU en una conversación, también secreta, con el embajador de EEUU en Ucrania. Pese a que la Unión Europea es la aliada de EEUU en la partida de ajedrez contra Rusia, la conversación desvela hasta qué punto EEUU está interfiriendo en el conflicto Europa-Rusia, llegando incluso a sugerir quién podría formar parte del gobierno tras Yanukovich: un tal Arseni Yatsenyiuk. Y qué casualidad, tras la dimisión de Yanukovich, Yatsenyiuk ejerce como primer ministro en funciones.

Fuck the russians”

-La frase no fue pronunciada por nadie, que se sepa. Pero no hay ninguna duda de que es lo que quieren: que se jodan los rusos. Están dispuestos a lo que sea necesario: reconocer a un gobierno NO electo, el de Kiev, como hicieron con el golpe de estado contra Morsi en Egipto; reconocer a partidos de la oposición como el ultraderechista Svoboda; tolerar la decisión del nuevo gobierno de Kiev de derogar la ley que reconocía la cooficialidad de la lengua rusa en Ucrania, vulnerando de este modo los derechos de una parte de la población, sobretodo en el este y sud, o en Crimea.

“Érase una vez, Kosovo”

-La independencia de Kosovo y su separación de Serbia en 2008 fue posible por imposición de la OTAN (EEUU+UE) y porque así lo deseaba la mayor parte de la población, que era albana. Sin embargo, la historia se repite. Y son los mismos que permitieron la independencia de Kosovo los que quieren negársela a Crimea. Son los mismos que toleran a un gobierno no elegido con votación (Ucrania) los que rechazan las decisiones de una parte de ésta (Crimea) mediante votación. Y es que los primeros resultados del referéndum muestran un 95,7% a favor de la integración con Rusia: Occidente creía haberse hecho con Ucrania, y así ha sido. Pero Crimea se les ha escapado.

Y llegamos al final. Y al principio: todo ésto empezó como una protesta contra un gobierno corrupto; protesta que luego, a su vez, fue utilizada por Occidente para alejar a Ucrania de Rusia. Estados Unidos pensaba que podía incendiarle a Putin su patio trasero y Putin ha respondido salvando las joyas a tiempo. Así funcionan las partidas de ajedrez.¿Jaque…mate?

Varoufakis y el Minotauro

Los hombres de negro son incorruptibles. Tecnócratas profesionales. Los hombres de negro no yerran, no rechistan, no negocian. Son implacables. Los hombres de negro llegaron con la crisis y se irán (¿se irán?) con ella. Ni siquiera se sabe exactamente quién los apodó así, hombres de negro, por primera vez. Sí se sabe a qué vienen, y que es lo que quieren: inspeccionar el estado del sector financiero de los países intervenidos, su situación económica y la aplicación de reformas.

Los hombres de negro no hacen amigos, ejecutan órdenes. “Soy un hombre de negro, soluciono problemas”, se dice que se le oyó murmurar a uno, una vez, en una charla, como queriendo homenajearse a sí mismo y al personaje de Pulp Fiction que los inspiró. Los hombres de negro solo tienen órdenes, y también dueño: se trata de la Troika, la Hidra, el monstruo de tres cabezas compuesto por el BCE, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional.

Durante la crisis, los hombres de negro merodeaban sigilosos entre nosotros, evaluando nuestras cuentas, olfateando cada rastro de pequeño desliz, recomendando acelerar tal o cuál medida mientras golpeaban apremiantemente con la cucharilla del café. “¡Te queda muy bien esa reforma laboral!”, “¡¿Menudo recorte, te lo he hecho yo?!”, se les oía bromear en las pocas ocasiones en las que se permitían bromear.

Así fue durante muchos meses, escrutando, vigilando, controlando, ordenando… hasta anteayer. En Grecia, un nuevo héroe se ha erigido en salvador de los griegos. Se llama Alexis Tsipras, y no está solo. Su mano derecha es Yanis Varoufakis, ministro de Finanzas, ex asesor de Valve (compañía de Videojuegos) y estrella del rock de la economía. Estudió en Essex, pasó por Cambridge, tiene un blog hecho con WordPress y salía mucho en televisión. Pero Varoufakis es también un exitoso escritor: escribió en 2012 El minotauro globalun ensayo sobre el fracaso de la economía del capital.

Varoufakis ya apuntó entonces al que creía que era su gran enemigo a combatir: el minotauro de Creta como metáfora del monstruo financiero que estallaría de rabia con la crisis. Lo que quizás no podía apuntar ni imaginar entonces es que, tres años más tarde, como el Teseo de la mitología griega, acabaría encerrado junto a él.

Contaba Varoufakis antes de ganar las elecciones que los griegos habían sido encerrados en un laberinto. Que en 2010, en bancarrota, se les pidió a los griegos que pagaran la deuda reduciendo sus ingresos a cambio del préstamo más grande de la historia; que quien concedió el préstamo, la Troika otra vez, ignoró que quién está en bancarrota no puede pagar la deuda ni reducir aún más sus ingresos, aumentando de este modo la deuda una vez más. Un círculo vicioso. Un laberinto.

Varoufakis entró en él al asumir la cartera de Finanzas con el único hilo de esperanza de que Syriza suponga la diferencia. El viernes pasado Varoufakis embistió primero. En plena rueda de prensa con el líder del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, la tensión en el ambiente se cortaba con un cuchillo. “Grecia no reconoce a la Troika”, dijo el griego golpeando a la bestia.” “Ignorar los acuerdos no es el camino correcto”, replicó el otro. Tras la comparecencia, se levantaron, se encararon, y el holandés le soltó:

-Acabas de matar a la Troika.

-Uau, contestó el griego.

Se soltaron las manos y acabó la reunión. No sé sabe si hubo algo más, si Varoufakis le espetó, “ella disparó antes”, cómo aquella viñeta cómica sobre el Affair Charlie Hebdo. Lo que sí se sabe es que el laberinto sigue ahí. Que la bestia es algo más que una tríada de instituciones creadas para un mismo fin. Que el laberinto de la crisis de la deuda está construido por Merkel, como Dédalo, y los contribuyentes (entre otros) del pueblo alemán. Que el rey Minos, como los mercados financieros, no admite aventuras en tierra europea. Que la victoria es difícil y la salida es compleja.

Epílogo: Fragmento de “El tiempo de los regalos”, de Patrick Leigh Fermour. De otros tiempos para Creta, para griegos y alemanes.

Los azares de la guerra me depositaron entre los riscos de la Creta ocupada con una partida de guerrilleros cretenses y un general alemán cautivo al que habíamos detenido y llevado a las montañas tres días atrás. La guarnición alemana de la isla nos perseguía, pero por suerte de momento seguían una ruta equivocada. Era aquella una época de inquietud y peligro, y para nuestro prisionero de penalidades y congoja. Durante un intervalo en la persecución, nos despertamos entre las rocas cuando se iniciaba un amancer brillante por encima del monte Ida. Lo habíamos coronado con dificultad, hollando la nieve y luego bajo la lluvia durante los dos últimos días. Al mirar por encima del valle el pico montañoso destellante, el general musitó:

-Vides ut alta stet nive candidum Soracte… (Ya ves cómo la alta nieve blanquea el Soracte)

¡Era uno de los poemas que yo conocía! Seguí desde el punto en que él se había interrumpido:

-…Nec iam sustineant onus silvae laborantes, geluque flumina constiterint acuto (Y soportan el peso los cansados bosques y el hielo áspero constriñe los ríos)

Y así sucesivamente todas las estrofas restantes hasta el final. Los ojos azules del general se habían apartado de la cima del monte para fijarse en los míos, y cuando terminé, tras un largo silencio, dijo: “Ach so, Herr Major! (Vaya, señor comandante!). Fue algo muy extraño, como si, durante un largo momento, la guerra hubiera dejado de existir. 

 

Roberto Bolaño, el escritor maldito

La literatura está plagada de fantasmas y leyendas.

Historias reales sobre libros y escritores que harían palidecer a las propias historias narradas en esos libros por esos mismos escritores. Siempre me ha fascinado eso, lo real, más que lo ficticio. Historias como la de Hemingway, que disfrutaba de su retiro en Cuba paladeando su trago de ron, hasta que un día decidió paladear el cañón de su escopeta. Bang!, y Hemingway no volvió a tragar más. O historias cómo la de John Kennedy Toole, incomprendido en vida, que intentó vender la novela que había escrito (La conjura de los necios), editorial tras editorial y rechazo tras rechazo. La novela finalmente se convertiría en un éxito editorial, sí, pero por empeño de la madre, pues el hijo ya habría muerto. Otros escritores son evasivos y expertos en maniobras de escapismo: triunfan y después desaparecen durante años, como Salinger; o viven en una austeridad rayana en la pobreza, como Cormac McCarthy.

Pero de todos esas historias, la que más me ha fascinado siempre ha sido la de Roberto Bolaño. Ese tipo, de voz sutilmente carrasposa, como de papel de lija, como si hablara desde el poso de nicotina y droga con la que coqueteó toda su vida. Llegué a Bolaño de casualidad, como el crío de La sombra del viento que da con la novela de Carax en el Cementerio de Libros Olvidados. Hará ya siete navidades, mi tío me tocó en el hombro y me dijo “Vamos a la Atlántida“. Lo miré como si de repente se le hubiera puesto cara de personaje de Julio Verne y debí de preguntarle algo como “¿Que qué?“. “A la Atlántida, la mejor librería de Granada y la mejor del mundo“, contestó.

Durante el trayecto a pie, mientras bajábamos por las callejuelas del histórico barrio del Albaicín, empecé a darle vueltas al nombre. “Atlántida, la isla mítica“. Qué raro eso de llamar a una librería con un nombre tan presuntuoso, acostumbrado a esa tradición muy andaluza y algo cutre de llamar a los locales con el apellido de los dueños. El propietario debía ser un amante de las causas perdidas, pensé entonces, de esos a los que les gusta desenterrar nombres olvidados. Durante el camino y bajo un pedazo de antigua muralla nos abordó una gitana pidiendo dinero y gritó algo que sonó a medio camino entre un reproche y una maldición. “De coña”, me dije, “lo que faltaba para encarar el viaje a la librería perdida“.

Pero la librería resultó no estar tan perdida, sino en el centro mismo de Granada; el propietario tampoco resultó ser ningún anticuario excéntrico con barba de Tolstói, y finalmente, “La Atlántida” tampoco resultó ser un homenaje a ninguna historia mitológica ni ninguna referencia velada a una librería laberíntica en la que pudiera uno perderse. “¿Que por qué Atlántida? Porque me lo recomendó un proveedor“, y el propietario zanjó de un plumazo cualquier ilusión de adolescente sobre el nombre o la historia del nombre.

Igual de prosaico fue aquel tipo cuando mi tío decidió preguntarle que qué le recomendaba al crío (si algo he aprendido en Andalucía es que aunque tengas 21 años van a seguir llamándote “crío“, “niño” o “zagal” sin que a nadie le importe nada lo que tengas que objetar). El tipo me miró, me escudriñó con la mirada, se fue, y al cabo de 5 minutos reapareció con una novela de fantasías para gente de mi edad. “Esto le gustará“. La cogí y hice amago de llevármela para no hacerle un feo, aunque no me entusiasmó. Me había llamado la atención otra cosa y me concedí una última oportunidad. En una mesita, en una esquina, había un tomo rojo voluminoso, gordo y compacto, de esos con los que te dejarían participar en una Intifada con billete preferente. “2666” se llamaba y lo había escrito un tal Bolaño, Roberto Bolaño. Contenía el número del diablo, el escritor me sonaba a chino, el color era rojo sangre y en la portada aparecía un tipo melenudo, sentado de espaldas en medio de un campo yermo e inerte. “Si comprar este libro no es lo más parecido a lanzarse a la aventura que habré hecho hoy, no sé que lo será”. Así que lo cogí, me planté ante mi tío y le dije: “éste“. “Si tú lo dices”, me dijo con la mirada y se lo entregó al propietario en la caja.

-¿Bolaño? De este libro no vas a leer ni diez páginas, es un libro complicado y ni siquiera es para gente de tu edad.

Con 14 años no te pones a discutir con un experto librero, por edad y por prudencia, así que miré a mi tío, que miró al librero, que volvió a mirarme a mi, que volví a mirar a mi tío, que pasó a mirarnos al librero y a mí intermitentemente, y en pleno cruce de miradas ya sin motivo concreto, el librero cogió el tomo, le dio la vuelta, debió mirar el precio y concluyó:

-¡Adjudicado! Niño, son 30€ y no dirás que no te lo advertí.

 

Salí con la sensación de haber comprado algo más que un libro: un reto. No solo porque el libro era enorme y el autor desconocido, o porque para leer la propia sinopsis ya había necesitado un diccionario, sino porque basta con que alguien te diga que no eres capaz de hacer algo para que quieras hacerlo. Aunque tenía razón. Lo empecé, lo intenté…pero lo dejé. Durante los siguientes días de Navidad ese libro siempre observaba desde cualquier rincón de la habitación como diciendo: te lo advirtieron, te dijeron que no, pero tú querías hacerte el gracioso y ahora aquí estoy, exiliado y compartiendo mesa con los turrones.  

Durante los próximos meses, años y navidades ese libro iría apareciendo recurrentemente, viajando conmigo, desde Andalucía a Cataluña y desde Cataluña a Andalucía, o en pequeños trayectos. A veces aparecía olvidado en la guantera del coche, o bajo una pila de ropa, o en el lavabo o en alguna esquina, como recordando: sigo aquí, ¿lo has meditado ya? 

Un día finalmente lo empecé, hará cosa de dos años. Leí las primeras 100 páginas de un tirón. Me conquistó. Pero llegó la inercia de las rutinas diarias y el libro volvió a pasar al olvido. Lo intenté recomenzar varias veces más. A veces llegaba a la página 100 de nuevo, otras veces llegué incluso a la 110, pero no más allá, como si hubiera un límite, o algo que se hubiera propuesto joder nuestra relación, al libro y a mi; como aquella entrevista en el New York Times, en la que el escritor John Irving aseguraba que Our mutual friend de Charles Dickens sería el último libro que leería en vida; 2666 también parecía querer ocupar ese lugar.

Dicen que cuanto menos se sepa de un escritor, mejor. Que conocer a la persona puede hacer que se derrumbe el mito. No con Bolaño. Hace un año me enteré de su historia. El chileno rozó la pobreza durante toda su vida. En México fundó un grupo de intelectuales rebeldes; lo bautizó “Infrarrealistas“, una especie de Club de Poetas Muertos. Se enfrentó al establishment. Vivió el Chile de la dictadura. Tras probar suerte allá, cruzó el Atlántico. Se instaló en Blanes. Vivió sin pena ni gloria. Coqueteó con sustancias, como todos los genios. Bebió mucho. Fumó más. Trabajó de camarero, de lavaplatos, de vigilante nocturno. Jugó a juegos de mesa con sus hijos. Descubrió que estaba enfermo. Fue a librerías a polemizar sobre libros; a videoclubs a polemizar sobre videos. Llamó a puertas de editoriales que nunca se abrieron. Pasó noches sombrías, en vela, escribiendo.

Y finalmente ocurrió: las grandes editoriales, Anagrama y Seix Barral, se fijaron en él. Corrió la voz, su fama aumentó, siguió escribiendo; la enfermedad que le destrozaba por dentro también aumentó.

Con la muerte acechando y esperando un trasplante de hígado que nunca llegó, acometió otra tarea, un último libro compuesto por partes, un total de cinco. Una obra colosal, con más de 1000 páginas. Se venderían separadas; los beneficios para su familia, su mujer y sus hijos; como un Walter White realizando un último esfuerzo para salvar a los suyos, tras él ya muerto; como un gesto heroico antes de morir, y casi llegó a tiempo. Dejó la novela inacabable, más que inacabada. Contra la voluntad de Bolaño, las publicaron juntas, en un solo libro.

Nació 2666.

Ya muerto, encabezó las listas de los más prestigiosos diarios internacionales. Fue elogiado por aquellos que lo ignoraron en vida. Se le llamó el nuevo mejor escritor en lengua hispana de toda una generación. Se convirtió en mito. A su novela se la llamó novela total. Fue (es) un éxito total.


Sigo sin haberla acabado. Y se acerca Navidad.

Entrevista a Alejandro Cao de Benós

ENTREVISTA CON ALEJANDRO CAO DE BENÓS

Alejandro Cao de Benós es el caso más singular del mundo en el país más insólito del mundo. Un español de origen aristocrático en el país del comunismo más ortodoxo. El único occidental del planeta en el régimen que ha sido tachado como la peor dictadura del planeta; Delegado Especial de Relaciones Culturales; representante del país en Occidente. Le preguntamos sobre política norcoreana a raíz de la aparición de su libro, “Alma roja, sangre azul”.

Hábleme del rol del Líder en Corea del Norte.

El Líder representa el origen de nuestra sociedad. Toda sociedad necesita un padre, un nexo de unión que articule la sociedad, como toda organización. Esa es la posición que ocupa Kim Jong Un.

Periodistas como Rafael Poch de Feliu, que han estado en el país, aseguran que hay aspectos de la vida del Líder norcoreano que están o bien falseados o bien mitificados. ¿Qué hay de cierto en eso?

En primer lugar, Rafael Poch estuvo 7 días en Corea. Yo estuve con él, le conseguí el visado. Lo que él pudo ver es bastante limitado. Partiendo de esa base, según la cual los periodistas especulan mucho y en la que también influye el sensacionalismo…

Poch es muy ecuánime en su libro sobre Corea del Norte.

Sí, ¿pero quién es él para hablar de una sociedad de 25 millones de personas cuando solamente ha estado una semana en el país? ¿Por qué tiene que hablar de mitificación?

Poch dice que el “Querido Líder” Kim Jong Il nació en un koljoz (granja soviética), desmintiendo de éste modo lo que dice la historiografia oficial norcoreana, que asegura que nació en una ladera del sagrado monte Paektu.

¿Y dónde están las pruebas de lo que dice Poch? Hay mucha gente que con tal de crear un artículo rimbombante hace lo que sea. Conozco el periodismo, me relaciono con periodistas diariamente. No niego que el señor Poch es bastante bueno en comparación con otros como Jon Sistiaga o Georgina Higueras, pero aún así también peca de ese afán de protagonismo periodístico.

En cualquier caso, Kim Jong Il fue sucedido por su hijo, Kim Jong Un. De hecho, hubo un artículo tuyo que levantó bastante polémica, porque asegurabas que Kim Jong Un jamás llegaría a gobernar el país, lo que contradice la áurea creada entorno a ti sobre tu grado de conocimiento de lo que ocurre en instancias gubernamentales.

Cierto, pero es que entonces la mayoría de norcoreanos no sabíamos de su existencia. Sin embargo, ahora se entiende la inesperada decisión de Kim Jong Il de que su hijo le sucediera. Kim Jong Il sabía ya entonces que había alguien que intentaría aprovechar el vacío de poder que se pudiera generar con su muerte. Ahora sabemos que ese alguien era Jan Song Tek, tío del actual líder y ejecutado por tramar un golpe de estado.

En Corea del Norte existe una derivante del socialismo: la idea Juche. Dices en tu libro: “[esta idea] ofrece la libertad siempre que priorice el compromiso político”. ¿No es una contradicción del término? No puede haber libertad si se obliga a alguien a comprometerse con una idea política.

La cuestión es que la libertad como tal es un término casi onírico. ¿Qué es la libertad? Cada uno usa el concepto según su ideología. Para nosotros la libertad es que no tengas que preocuparte de nada porque el gobierno te lo va a dar todo. En España, por ejemplo, la soberanía política y militar está entregada a los EEUU; la economía a Berlín y la política a la oligarquía. En el capitalismo todos los sectores están vendidos a los más poderosos y la libertad es mera propaganda: tu libertad está sujeta al tamaño de tu cartera.

En tu libro hablas tambén del Songun. ¿De qué se trata?

El Songun es la política de prioridad militar establecida por nuestro líder. La política Songun permite que, con apoyo popular, se destine la mayoría de recursos a defender el país y a fortalecer la Defensa.

Pero al destinar la mayoría de recursos a la Defensa se están sacrificando sectores muy importantes para la población. ¿El fin justifica los medios en Corea del Norte??

En este caso sí. Sin las armas nucleares, y la militarización del país, Corea del Norte sería invadida.

La severidad del régimen llega a castigar a las personas que se saltan esa unión del pueblo y deciden escapar con hasta 3 años, además de represalias a los familiares de los castigados.

Muchos periodistas especulan sobre que Corea del Norte se dedica a castigar, no solo a la persona que comete una infracción, sino a varias generaciones de su familia. Eso es falso.

También cuentas que cuando te nombraron soldado del Ejército Popular se estaba violando la legislación entonces vigente, que no permitía el ingreso de extranjeros. Leo textualmente: “todo es posible con el aval de las altas esferas”. ¿No abre esto la veda a todo tipo de excepciones y privilegios de unos pocos?

En todos los países, las constituciones permiten introducir modificaciones en la ley. Siempre existen excepciones de acuerdo a ocasiones especiales.