«Hombre blanco hablar con lengua de serpiente», dice una vieja canción de Javier Krahe y el hombre blanco habló, vaya si habló, el pasado martes por la noche. Lo hizo en grupo, soltando un mordisco contundente e inesperado, como las decenas de serpientes de la histórica escena de la BBC persiguiendo a la iguana que escapa por los pelos del cadalso. La mordida fue de realidad. El extravagante multimillonario al que nadie arrendaba las ganancias – ni falta que hacía, es rico a rabiar – asestaba la mordida definitiva a un sistema mediático y político entregado al Dios de las encuestas y la endogamia. «¡Ah, joder! ¿Has notado eso, Joe? No veas como muerden los de Indiana», parecía decir alguien mientas contemplaba los destrozos en la 5th Avenue. Nadie parecía creerse nada y casi podía oírse a Kurt Tucholsky, uno de los periodistas que murió en el exilio sueco tras la llegada de los nazis, cuando dijo que «noticias es lo que quieren los periódicos, noticias es lo que quieren todos ellos. La verdad no la quiere nadie».
Ahora, en retrospectiva, se mezclan los análisis y las teorías, el Yoyalodijismo profesional y las curas de humildad. Como digo, hay donde escoger. Pero soy de la teoría, tan válida como cualquier otra, de que el hombre blanco no habla pársel. De que el hombre blanco que votó a Trump no es ni un asocial ni un freak. Es más, tal vez ni siquiera se parezca a Gene Hackman, custodiando el porche de su casa mientras le saca brillo a su revólver y espera al acecho a los apaches. Probablemente es solo un tipo muy jodido y desesperado, al que nadie ha escuchado durante décadas. Un tipo al que le dijeron que si hacía todo lo que tenía que hacer, todo iba a salir bien. Las puertas del sueño americano seguirían allí, entreabiertas en alguna parte de California, esperando para ofrecerle una oportunidad. Nadie le contó que esas puertas hace tiempo que chirrían. Michael Moore fue uno de los pocos en considerar que Trump podía e iba a ganar. Quizás porque viene de Flint, donde al hombre blanco lo habían echado masivamente de las fábricas. Quizás porque, aunque ahora es millonario, ha oído de cerca el ruido de las puertas oxidadas al cerrar.
No es el único lugar en el que ha hablado el hombre blanco. También lo hizo en Reino Unido y lo que es peor, podría volver a reincidir. «Tú en Indiana y yo en Sajonia»es una posible idea para un cartel promocional de AfD, la «nueva» derecha alemana. Antes de que cayera el muro – ironías de la historia, el muro cayó el mismo día que ha ganado Trump, que algo sabe de estas cosas – el canciller democristiano Helmut Kohl prometía que la fusión del sistema capitalista (la RFA) y del sistema comunista (la RDA) sería un éxito y lo ejemplificaba diciendo que pronto podrían verse «blühende Landschaften» («paisajes florecientes»).
No hace falta decir que esa fusión, la reunificación alemana, fue un desastre: muchas empresas de la antigua RDA en la Alemania unificada cerraron y se fueron a la RFA, donde habían mejores condiciones. Se seguían los despidos y las desigualdades salariales que, aún a día de hoy, siguen sin solución. Que el gobierno de Zapatero hablara de signos de «brotes verdes» tras la crisis de 2007, demuestra que las cuestiones de jardinería no son solo una especialidad de la derecha. Ahora, los falsos jardineros han dado paso a los falsos profetas y el hombre blanco hablará con la lengua que le dejen.
El Universo Merkel puede resultar un enigma endiablado. Mientras hay quien aún espera que la canciller irrumpa en la próxima cumbre con un saco lleno de dálmatas secuestrados – «es el villano que Europa se merece, pero no el que necesita», se dice que le dijo Verstrynge a Iglesiascon música de Hans Zimmer de fondo – no son pocos los refugiados que cruzaron los parajes de Macedonia o Hungría, sorteando guardias, matorrales y vallas, para llegar a Alemania, «pues allí somos bien recibidos«. Así es, la mujer que servía de tiro al blanco para el verbo furibundo de Syntagma en Atenas, era también la bondadosa filántropa que abría las fronteras con Hungría para acoger refugiados. ¿En el blanco? Ni en el negro. Ningún tiro parecía aproximarse a la política de la escala de grises.
En 2013, el periodista y escritor alemán Roger Willemsen decidió levar anclas y lanzarse a la resolución del misterio. ¿Quién es Merkel?, parecía rezar el lema grabado en su estandarte, como Percy Fawcett preguntándose dónde estaba la ciudad de Z, si es que estaba. Willemsen, que falleció este año, legó un libro valiosísimo – Das Hohe Haus – por su planteamiento: todo un año (2013) aposentado en la tribuna de invitados del Bundestag alemán. Tomando notas, observando gestos, recordando detalles. ¿Qué mejor manera que adentrarse en lo más profundo de la selva para conocer a las bestias? En una de las sesiones parlamentarias, Willemsen anotó: «[Merkel] habla con un estilo burocrático que evita los grandes gestos, la imagen llamativa, la metáfora acertada, la sorpresa retórica y la imagen verdadera […] También en esta forma de hablar se intuye un estilo político. Merkel genera anestesia política. Usa el cloroformo para adormecer al público».
La imagen coincide con la de otro aventurero echado a la mar, Dirk Kurbjuweit. El periodista de Der Spiegelescogió el título Alternativlos (Sin alternativa) para su libro sobre el periodo Merkel en Alemania. Su tesis: Merkel juega siempre a adoptar el perfil bajo, a evitar la polémica, a transigir cuando la situación se le escapa al control (las protestas contra la energía nuclear tras Fukushima, el retraso de la edad de jubilación, etc). Una tesis que, de ser realidad, tiene como consecuencia una suerte de apaciguamiento de la población gracias a la imagen de estabilidad que Merkel transmite y una resignación fruto del TINA* («There is no alternative«) que Merkel no duda en entonar en alemán.
«Nada a la derecha de la CDU» suele rezar un dicho político en Alemania. La CDU es la Unión Cristiana a la que pertenece Merkel y con ello suelo a referirse a que, como en el caso del PP, el partido debe acaparar tanto espectro de votos como sea posible para impedir el surgimiento de un competidor por el flanco derecho. Sin embargo, tras la benévola postura de Merkel en la crisis de refugiados y el gobierno de coalición de Merkel con los socialdemócratas, la derecha xenófoba de Alternativa por Alemania (AfD) ha irrumpido con fuerza por esa puerta reservada. Tanto es así que en el país no sólo se exige ya su dimisión sino que también se ha popularizado un nuevo lema caricaturizando el partido de la canciller: «Nada a la izquierda de la CDU». La letanía dice ahora que, en el intento de comerle terreno a los socialdemócratas, Merkel se ha convertido en una de ellos, olvidando su zona originaria de juego.
«Mire, yo detesto a los comunistas, pero por lo menos tienen una teoría», dijo Borges una vez. A Merkel, sin embargo, sigue sin conocérsele teoría alguna más allá de lo pragmático. Se sabe que ha virado a izquierda y derecha. Se sabe que actúa con dureza ante Grecia pero nunca hasta el punto de dejarla caer.Se sabe que aboga por la austeridad, pero se muestra dispuesta a incrementar el salario mínimo; que acoge a los refugiados pero que, si las encuestas empiezan a producir vértigo, tal vez se acoja a menos de los necesarios.
Si me preguntan, el sistema Merkel debería ser carne de Christopher Nolan. Nolan, experto en tratar temas tan románticos como el universo, los sueños o lo infinito (de nuevo Borges) – aunque siempre pasados por el filtro de lo racional y lo matemático – se antoja como el cineasta ideal para plasmar el resultado de esta complicada ecuación.
Tal vez la solución al enigma se encuentre, precisamente, en los números. Como recordaba Jonas Wollenhaupt en Le Bohemien, el leiv motiv de Merkel (doctorada en química cuántica) es el Imperio de lo Económico y lo Cuantificable. Siguiendo el tópico de la austera ama de casa suaba – tópico alemán tan habitual como el del pícaro español – 1+1 suman 2 y debiera procurarse que el resultado de la suma no se volviera negativo. La vida, como el balance a fin de mes, tiene que cuadrar. El problema para Merkel es que, a veces, las consecuencias de cuadrar la vida política son imprevisibles. ¿O acaso logró anticipar ella la aparición de la AfD mientras decidía acoger a millones de refugiados? ¿Al socorro de quién acude la ideología cuando no se tiene ninguna? El desenlace, próximamente en sus pantallas: hay elecciones en 2017.
*En una entrevista con Claudi Pérez (El País) el año pasado, Varoufakis propuso el TATIANA como alternativa al TINA: That Astonishingly There Is An Alternative. Quede constancia de ello.
El otro día descubrí un paquete en el buzón, convenientemente sellado y precintado. Al fin, tras meses de intercambios epistolares – no era un affair, a no ser que se considere a Vodafone como un sujeto digno de cortejo – llegaba la confirmación definitiva de que el wifi estaba finalmente a mi nombre, anclado a mi cuenta corriente y dispuesto a seguir emitiendo sigilosamente desde el pasillo.
El paquete, que contenía los documentos que formalizaban la relación entre los dos interesados, era el último heredero de una larga estirpe de cartas, sobres, precintos, paquetes y cajas que durante mucho tiempo habían desfilado por el servicio de correos berlinés hasta llegar al portal. Los trámites, los protocolos y los burócratas en Alemania, no son, parafraseando a Rajoy, «cosa menor».
Todo empezó cuando uno de los compañeros tuvo que abandonar el piso y, con él, la titularidad del wifi. Así es, con su marcha mi compañero era degradado de su puesto, perdiendo el ilustre título de Regente del Servicio de Conexión a Internet, cargo honorífico y sin dietas incluidas. Un honor que alguien tendría que ostentar en su lugar. Un dudoso honor, como no tardaría en descubrir. El protocolo exigió una primera toma de contacto entre la empresa y la parte contratante, así que nos dirigimos a nuestra tienda de confianza para presentar nuestros respetos y la formalización del traspaso de poderes. La cosa parecía simple:
-Buenos días, él se va, yo me quedo, doy mis datos, mi nombre, mi cuenta bancaria y los pagos se me cargan a mí a final de cada mes.
Creía que al estar en Alemania, país eficaz donde los haya, la cosa sería simple. Me equivoqué. «Precisamente por estar en Alemania», me dijo Ekan, mi compañero, «te vas a joder». Los protocolos y las formalidades son la segunda lengua más hablada en Alemania después del alemán. Una cláusula en el contrato se convirtió entonces en un obstáculo insalvable: según el contrato original del piso, un nuevo inquilino solo podría convertirse en titular en caso de «defunción del anterior». En aquel momento miré a Ekan, que llevaba semanas con un catarro de narices, y recordé aquella vez en la que Mark Twain declaró, tras leer una necrológica a su nombre en un periódico, que la noticia le había parecido una exageración.
Finalmente, tras revisar el contrato y comprender que se trataba de un malentendido, logramos iniciar el trámite. Nadie contó entonces que El Trámite -en mayúsculas, como se le conoce en Alemania para darle entidad mitológica – incluiría entonces una nueva carta al domicilio para confirmar que éste había tenido lugar y evitar así mal entendidos, como que alguien que no fuera yo mismo hubiera ido al establecimiento con mi DNI, mi tarjeta de crédito y, lo que es aún más probable, mi cara. A ello le seguiría una carta de tamaño aún mayor que, al cabo de una semana y tal vez para despistar – otro juego de cartas en el que también se va de farol – solo incluía folletos publicitarios de la compañía.
El Trámite, o El Proceso (para hablar la lengua de Kafka), duraría unas cuantas semanas más. Durante éste, los británicos tendrían tiempo de despedirse a la francesa, un tipo xenófobo sustituiría al primer presidente afroamericano y, lo que solo puede ser obra de intervención divina, en España se pondrían de acuerdo para formar gobierno. Los burócratas, sin embargo, permanecerían invictos en sus puestos. Pese a que históricamente Europa había logrado deshacerse de los templarios, los cátaros y los husitas, este otro grupo, generalmente atildado con traje y corbata, logró sobrevivir incluso a la Alemania prusiana. Algunos, como se ha visto, están infiltrados en Vodafone o en el servicio de correos. Otro no disimulan su preeminencia en la administración.»La Burrocracia», los definió Sánchez Dragó una vez.
El objetivo de los burócratas es evidente: dilatar el tiempo, retrasar los envíos, impedir las entregas. Los adeptos a la teoría de la conspiración no descartan que sea un grupo financiado por el Partido Liberal alemán, especie en peligro de extinción, para hacer implosionar al Sector Público desde dentro. Mientras tanto, campan a sus anchas y hablan en un dialecto complicado. Algunas de sus frases favoritas son, como decía Georges Mikes, «vamos a considerar», «lo consideraremos favorablemente» o incluso el más osado «lo reconsideraremos». En realidad, una forma educada y casi críptica de decir que te boicotearán.
Si Larra levantara la cabeza…se toparía con la Oficina de empadronamiento berlinés, solicitaría un número para pedir turno, sortearía los contratiempos – «vuelva usted mañana» -, permanecería atento ante el contador que ignora cualquier orden sensato y pasa del «13» al «576», y del «1» al «28502»; y, si por lo que fuera, tras una espera interminable, lograra superar esos obstáculos y llegase al mostrador quejándose por la espera, los burócratas, disfrazados esta vez de respetables trabajadores públicos, le soltarían, como a Tintín tras llamar una vez más a la carnicería Sanzot, un simple y llano «No es aquí».
Como casi cada día de la semana, acudo puntual a mi cita en la panadería francesa de la Reichenberger Strasse. Una bandera cubana ondea en el balcón de los vecinos del segundo piso, como un elemento kitsch clamando a gritos que Berlín aún pertenece al Movimiento. Pero Berlín ya no es kitsch, Berlín ya no es de nada. «La ciudad que nunca es», suelen decir los guías turísticos. Una guerra europea, dos guerras mundiales y una brecha inmensa atravesándole la yugular, le prescribieron a la ciudad un horizonte de grúas y un futuro incierto.
Tan incierto que el anterior alcalde, Klaus Wowereit, galán socialdemócrata y fabricante de lemas de campaña – «Soy gay, y ya está bien así» o «Berlín es pobre pero sexy» – dimitió en 2014 al no cumplirse ni los plazos ni los costes de construcción del nuevo aeropuerto. No hubo tiempo para actos ni inauguraciones estrambóticas. Mientras tanto, a unos cuantos miles de kilómetros de allí, un tipo siniestro con gafas de sol inauguraba el primer aeropuerto fantasma del mundo, en Castellón, mientras le preguntaba a su nieta: «¿Te gusta el aeropuerto del abuelo?». Nadie preguntó si funcionaba.
Pero no es la bandera ni Wowereit lo que llaman mi atención. Tras pedir un café y sentarme en una mesa de la terraza, el señor de la mesa de al lado abre el periódico, que digo abre, lo despliega y arrasa los cafés, los croissants y la tarta de moras de la señora de la mesa de enfrente como un tsunami informativo. Los periódicos alemanes no son cosa menor. El formato tabloide y el despliegue de página conlleva un movimiento incontrolable de placas tectónicas que incumbe a todos. El café y el cenicero trazan un movimiento de ajedrez en la mesa para dejar paso al periódico desplegado, y las clásicas letras góticas de la portada, imponentes como runas antiguas, hacen el resto en esta maniobra intimidatoria. Lo dijo una vez Cees Nooteboom, eterno candidato al Nobel de Literatura con permiso de Murakami: «Leo el FAZ (Frankfurter Allgemeinte Zeitung), cosa seria. Este país no se trata a sí mismo frívolamente. Una clara primera página, normalmente sin foto. Probablemente incluso yo tengo otro aspecto cuando lo leo». No es un periódico, es un artefacto, y pobre del que se lo tome a broma.
Sorbo el café mientras intento anticipar, con cautela, un próximo despliegue de página. Es entonces cuando reparo en su mirada. La mirada fría, impenetrable, ajena a toda prospección humana de la sacrosanta canciller. El rostro de Angela Merkel parece devolver la mirada unos segundos hasta que una mano roza ligeramente su flequillo, desdobla su rostro, lo sumerge, desaparece y finalmente queda suplantado por una página de crucigramas.
El enigma Merkel. Emerge de nuevo, como tantas otras veces antes y después de llegar al país. Ya hace 4 años desde la primera vez que sentí curiosidad por esa mujer que se antoja inescrutable. La mujer de la que se sabe lo que hace, pero no se sabe en lo que cree. Incluso los periodistas que alguna vez la han acompañado en sus viajes a otros países o han compartido mesa y mantel con ella, como el reportero de Der Spiegel, Dirk Kurbjuweit, admiten sus limitaciones periodísticas a la hora de resolver la incógnita.
Únicamente otro político, Vladimir Putin, con quien Merkel mantiene una relación especial, parece sembrar las mismas dudas. Ya es conocido el momento en el que George W. Bush, tras conocerle, aseguró: «Le he mirado a los ojos y…he podido ver que tiene alma». Putin, que estuvo destinado en Dresden como agente de la KGB antes de la caída del muro, aprendió alemán en la extinta RDA. Merkel, que estudió en la RDA cuando el país aún se encontraba en la órbita de la URSS, estudió ruso. La relación de los mandatarios y de sus respectivos países es una constante en el debate político nacional. Alemania necesita económicamente a Rusia, pese a las sanciones. Pero Putin, como Merkel en la crisis de refugiados, va por libre.
En un encuentro entre los mandatarios en 2007, Putin dejó entrar a la sala a su labrador negro, Koni. Merkel, que tenía fobia a los perros tras ser mordida por uno en 1995, pasó el mal trago de ver como el perro merodeaba alrededor, como esas viñetas de piratas en las que los escualos dejan entrever su presencia cerca de los que van a saltar desde la pasarela. Según cuenta George Packer en The New Yorker, Putin, quien supuestamente sabía de su fobia, comentó sobre el perro: «Estoy seguro de que se comportará», a lo que Merkel, haciendo gala de un sentido del humor del que, como Rajoy, solo hace gala en las distancias cortas, contestó: «No come periodistas, después de todo».
La Merkel cáustica, ingeniosa y espontánea es otra de las imágenes que parecen sustraerse al gran público y que solo se manifiestan en privado. Una pieza más del rompecabezas de una política que, de caras a la galería, se manifiesta como un burócrata indolente. La misma política que, tras desatar airadas protestas contra la austeridad en España o Grecia, abrió las puertas de par en par a refugiados y perseguidos, aun a costa de su mayor caída en popularidad, la soledad europea y el enfado de buena parte de su partido. Una contradicción andante. Un enigma.
Era octubre de 1933 y hacía ya unos cuantos meses desde aquella siniestra noche de mayo, en la que las asociaciones alemanas de estudiantes habían llevado a cabo la infame tarea de quemar libros ajenos bajo el lema «Acción contra el espíritu antialemán». Las antorchas y estandartes nazis formaban ya tan parte del paisaje urbano como los tilos en la avenida berlinesa de Unter den Linden. Aquella misma noche, mientras crepitaban en decenas de plazas las hojas de los libros prohibidos, empezaba a cumplirse la célebre profecía del poeta Heinrich Heine, que en 1823 había escrito: «Esto es sólo un preludio. Allí dónde se quemen libros, acabarán quemándose personas». Aunque en su mayoría la quema de libros fue observada con una mezcla de resignación, apatía y aceptación, también hubieron gestos valientes. El periodista y escritor bávaro Oskar María Graf escribió entonces un artículo titulado «¡Quemadme!» en el que preguntaba qué había hecho para merecer el deshonor de no encontrarse entre el selecto grupo de quemados. Sus deseos no tardarían en hacerse realidad.
Por su parte, el escritor judío Stefan Zweig, que por aquél entonces se había mudado a Londres y seguía irradiando su característico optimismo, no parecía atisbar aún la intensidad de la sombra que se cernía sobre él. Al fin y al cabo, Zweig era Zweig, inseparable de su porte de burgués de entreguerras bajo los calmos días vieneses. Tuvo que ser su amigo, el también judío Joseph Roth, perseverante borracho y mejor escritor (¿o era al revés?), quien le avisara de lo que se venía encima: «¿Aún no lo ve usted? La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros.»
Fue al leer esta frase, incluida en la extensa correspondencia entre ambos y recopilada bajo el título Ser amigo mío es funesto (Acantilado), cuando algo en mi cabeza enlazó esos acontecimientos con las imágenes que llevan viéndose en Alemania desde que llegué. Miles de manifestantes en las ciudades más importantes de Alemania, vociferando contra los refugiados, pidiendo la dimisión de Merkel y atacando duramente a la prensa («¡Lügenpresse!», que significa «prensa mentirosa», es uno de los conceptos de moda entre los manifestantes). Todo ello, por supuesto, eclipsado siempre por el grito de guerra principal de todas las manifestaciones: «¡Nosotros somos el pueblo!».
Cada vez que una parte del pueblo sale a la calle afirmando ser «el pueblo» (y en alemán suena mucho más acojonante que en español, doy fe de ello) es inevitable acordarse de aquella frase que asegura que si tienes que alardear de que eres algo, probablemente no lo seas. En cualquier caso, aparte de un más que probable complejo de inferioridad, la frase invita a curiosas reflexiones: si tú eres el pueblo, quizás te refieras a que alguien no lo es. Así que, ¿quién no es el pueblo? ¿Y cómo se llega a ser pueblo? ¿Es necesario recibir invitación? ¿Hay que reservar con tiempo?
La segunda coletilla digna de mención es especialmente frecuente en las entrevistas de manifestantes con reporteros: «Ah, y por supuesto quiero dejar claro que no soy racista». Ahí está, la afirmación negro sobre blanco que sirve para despejar cualquier atisbo de duda ante el reportero o espectador. El personaje de Juego de Tronos, Tyrion Lannister, asegura que todo lo que vaya antes de la palabra «pero» en una frase no importa realmente. En este caso, es justamente lo contrario. Todo lo que antecede a la fórmula importa, y mucho.
Mientras tanto, siguen registrándose incidentes de quema de asilos de refugiados en toda Alemania. En Berlín, un célebre graffiti con forma de mapa del país, situado cerca de la estación Görlitzer Bahnhof, lleva la cuenta de los lugares dónde han ocurrido este tipo de incidentes. La Gran Coalición, a su vez, tiene cada vez menos de «Gran», como suele repetir Javier Aroca, y la relación de Merkel con sus aliados parece haber tocado suelo. En realidad, la situación recuerda a aquel frecuente chiste ruso que dice: «Hemos tocado suelo, pero se están oyendo golpes desde abajo». Sea como sea, sigue cundiendo la idea de que Merkel se equivocó invitando a los refugiados a venir y que no debería presentarse a las elecciones del año que viene. No podría estar más de acuerdo. Pero no por esa razón.
Según el estudio del sociólogo Wilhelmer Heymer, «ante la amenaza de su nivel de vida, el 75% de los ciudadanos restringirían profundamente su solidaridad con los débiles»*. La situación refleja la trastienda del «milagro alemán» a la perfección, en el que los salarios de miseria entre la población conduce en ocasiones a la desesperación. Los jóvenes encadenan minijob tras minijob mientras gente con edad de la jubilación trabaja en los supermercados por miedo a no sobrevivir con la pensión. La misma situación a la que se aboca a España. Mientras todo siga así, la desigualdad y la precariedad laboral irán de la mano con la apatía ante el débil y el desprecio al «Otro», buscando nuevos chivos expiatorios para manifestar sus problemas mientras se asegura, a gritos, «ser el pueblo» para hacer valer los derechos propios. Merkel debe irse, sí, pero no por el motivo equivocado.
*Las conclusiones del estudio académico están recogidas en el libro «Sabotage» del periodista de Der Spiegel, Jakob Augstein.
Hoy hace 182 días que piso suelo germano, menos de 5 para que deje temporalmente de pisarlo y probablemente menos de 40 para que vuelva a pisar sobre él. El cálculo es casi exacto e inevitable en un país en el que la regla y la mesura constituyen parte no escrita y sagrada de la ley. A mi alrededor, sin embargo, la actualidad parece haberse entregado a la desmesura más absoluta. Ya nada parece tocar suelo, ni techo.
En este verano horribilis en el que las islas británicas han levado anclas, un sultán turco se ha sacudido un golpe con otro golpe, y un camión ha arrollado a personas como a pájaros extraviados en una costa en calma, ni la apacible sociedad teutona ha logrado salir indemne. De los navajazos en un tren cerca de Würzburg, pasando por la ráfaga de tiros frente a un McDonalds en Munich, hasta el asesinato hoy mismo y a machete limpio en una calle de Reutlingen.
«De aquellos polvos, estos lodos», empieza a oírse ya por las calles. «Los refugiados de ayer son los problemas de hoy» o «puertas abiertas y criminales dentro» serán algunos de los lemas que se irán abriendo paso entre los corazones calientes y las mentes inquietas del pueblo alemán. En cuanto a mi, mis primeros amigos aquí fueron precisamente refugiados. Sirios de Alepo, cinco chicos de entre 13 y 16 años. Aún minaba la moral el frío invierno berlinés, aún brillaba, célebre por su dejación de funciones, la tenue luz de la ciudad.
Todavía sin piso y trabajo, nos conocimos en una de esas salas comunes que siempre se encuentran en un hostal. «¿España? ¡Messi es genial, pero mira a Ronaldo, mira!» dijo el más lanzado de ellos al presentarse en un chapurreo de inglés y mientras enseñaba un vídeo en su móvil. Pasamos el resto de la noche hablando de futbol, o mejor dicho, ellos hablaban y yo escuchaba, admitiendo la derrota que supone ser español e ignorar las gestas del balón. Durante los siguientes minutos, Messi quedaría relegado a un segundo plano por Ronaldo y Ronaldo por el equipo de Homs en el que había jugado uno de ellos.
Así sería cada noche, durante los seis días que permanecí allí. Nuestra relación acabó, con el correspondiente intercambio de direcciones, cuando encontré un nuevo sitio en el que alojarme. Pero allí siguieron ellos, alojados por el gobierno en aquel albergue juvenil, asistiendo a maratonianas jornadas en cursos de alemán y durmiendo en la habitación con los otros chicos que compartían el mismo destino o fatalidad. Nadie apagaría la luz aquella noche o la siguiente, nadie les susurraría «Buenas noches, Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra«, como Michael Caine en «Las normas de la Casa de Sidra».
Mi último recuerdo es, sin embargo, optimista. El balón volvía a rodar por la congelada cancha del albergue, supliendo el abandono materno con auténticos momentos de camaradería. No nos vemos desde entonces, pero Facebook hace aún las veces de mensajero y sus fotos de viajes a más ciudades alemanas de las que yo hubiera soñado visitar, atraen la envidia de sus conocidos en Siria y también la mía. Ya incluso contestan en alemán. Mejor así, ellos disfrutan y nosotros envidiamos. Además ganó Ronaldo. No siempre ganan los malos. Que estas historias no las acallen ni el ruido de las imprentas ni el de las pistolas.
La revolución de las sonrisas no logró asaltar los cielos. Ni siquiera logró destronar a Pedro Sánchez, al que es más que probable que, como a Jeremy Corbyn, defenestren los suyos en unos Idus de Marzo. Una vez más se oyen los cantos de sirena del PSOE andaluz, que pese a ser también barrido por la marea azul, no cesa en su empeño de cobrarse la pieza de quien capitanea el barco. Como decía Iñaki Gil en un artículo en El Mundo, cuando Sánchez ve aparecer a sus barones se acuerda de aquel Julio César atisbando las señales que le indicaban su final: «Ya están aquí los Idus de Marzo»; a lo que un augur contestó: «Sí, ya están aquí, pero todavía no han pasado».
Ni siquiera entre ese caos logró abrirse paso Pablo Iglesias. Tras el jaque de la derrota, poco queda de los corazones bordados en estandartes de campaña. Pero Iglesias, que niega que el emperador vaya desnudo, se ha cosido con ellos el traje de Reina de Corazones y ha gritado aquello de «¡Que le corten la cabeza!», refiriéndose a politólogos, encuestadores y demás seres acusados de brujería. La gente de buena fe descarta que con ello se refiera a su propio equipo, la mayoría de ellos profesores de Ciencias Políticas.
Sin embargo, no todo está perdido en la batalla del amor. «Para que crezca el amor no solo hay que regarlo sino también extirpar las malas hierbas», recordó ayerEchenique en un mensaje de Telegram. Una afirmación que representa tanto la llamada a la calma como un recordatorio para mantener la mano en la empuñadura. De alguna manera recordaba a aquella sesión en la Convención Francesa en la que, tras oír el encendido alegato del diputado jacobino Georges Couthon – como Echenique, también en silla de ruedas – el girondino Vergniaudgritó: «-¡Dadle un vaso de sangre a Couthon, tiene sed!».
Algunos dirán que sobraron alianzas y abrazos con Julio Anguita, también conocido por el sugerente apodo de Califa Rojo. Otros, que la guarnición peronista de Errejón no cobró el protagonismo necesario. Sólo hay una cosa clara: si «Unidos Podemos» quiere hacer algo con los pertrechos – una cuantiosa suma de diputados con los que rearmarse – deberá hacer honor a su nombre y evitar tentaciones fratricidas y bruscos golpes de timón. En los campos de tierra arrasada todavía resuenan las palabras de Iglesias tras la dimisión de Monedero: «Es un intelectual que necesita volar». Una frase fácilmente confundible con aquella otra de Juego de Tronos, pronunciada antes de que un hombre fuera arrojado por los aires: «Make the bad man fly».
Y de fondo, Mariano Rajoy, el eterno superviviente. El tapón de corcho que sigue a flote cuando pasa la marea, por allá en las Rías Baixas. Abandonada la táctica de no hacer nada y dejarse llevar por el flujo de los tiempos – «taoísmo galaico», lo calificó recientemente Jorge Moragas – esta vez Rajoy se ha encaramado a la placa tectónica y teutónica europea para pedir, llegado el caso, el cierre de las puertas a Escocia. El mensaje se ha captado en Cataluña. Decía Rosa Díez de los gallegos que no se sabe si suben o si bajan. En esta ocasión, no queda duda de que suben.
Fundación del ex canciller socialdemócrata Willy Brandt, en la Avenida Unter den Linden
Cuando Pedro Sánchez llegó ayer a Berlín para reunirse con el líder de los socialdemócratas alemanes, Sigmar Gabriel, nadie supo dejar claro quién acudía a consolar a quién. Mientras el PSOE encajaba a duras penas el encaje de la Izquierda a su izquierda, las encuestas desvelaban que los socialdemócratas alemanes cosecharían poco más de un 19% en unas próximas elecciones. «Hazte así, Pedro, que tienes un rastro socialdemócrata en la cara», aseguró haber oído alguien próximo en la reunión entre ambos.
Seguramente un cargo brillante en el PSOE (inserte Ud. el nombre aquí) recomendó a Pedro una jornada con los amigos del norte, porque ya se sabe, qué puede ir allí peor que aquí. Berlín, conocida por su vida alternativa y la proliferación de comercios Bios, veganos, o vegetarianos – uno aún se pierde entre tanto matorral – debió antojarse como el hábitat perfecto para lo que Vargas Llosa llamaba y llama «izquierda vegetariana», la izquierda que no muerde o que no muerde demasiado. La carnívora – siempre según Don Mario, claro está – es más dada a hincar el diente y puede reconocérsela en su hábitat natural, sin soltarse la coleta, en las tertulias de la una de la tarde.
Me pregunto en qué pensaría Gabriel cuando tomaban asiento en una sala austera y surcaban protocolariamente los bordes de sus respectivas tazas con la cucharita del té. Me pregunto si, en el ínterin de una conversación sobre refugiados, Sánchez se atrevió a mencionar a Podemos, como hiciera ante Alexis Tsipras, y los dolores de cabeza que éstos le producían. Me pregunto, también, si Gabriel asintió entonces, no sólo condescendiente sino incluso con conocimiento de causa, al oír esa historia épica sobre sorpassos, asalto a los cielos e izquierdas que se fracturan por la mitad. Me pregunto si se acordó de Lafontaine.
«Llegará lejos, se cree lo que dice», dijo una vez Mirabeau sobre Robespierre en vísperas del amanecer revolucionario. La misma frase podía aplicarse para Oskar Lafontaine, el que fuera la gran esperanza del partido socialdemócrata alemán, SPD, hace casi dos décadas. Bajito, carismático y con don para conquistar a las masas, era conocido como el «Napoleón del Sarre» por el Bundesland del que provenía. Erigido como uno de los candidatos a suceder al ex canciller Helmudt Schmidt – procedente de la norteña Hamburgo, es decir, alemán doblemente pragmático – tuvo la osadía de defender, en un momento prematuro, reformas más favorables para la mujer o los trabajadores, el ecologismo, la defensa de un «crecimiento cero» que fuera contra el crecimiento desorbitado, así como el abandono de la OTAN y el rechazo frontal al despliegue de misiles en suelo alemán. Helmudt Schmidt, con su flema característica, lo sentenciaría con rápida concisión:»Es un hombre que habla muy complicado».
No fue el único llamado a suceder a Schmidt. Gerhard Schröder, que como Lafontaine había perdido a su padre en la guerra mundial, representaría con el paso del tiempo la candidatura predilecta para dirigir el partido. Como Lafontaine, era ambicioso, le gustaban las cámaras y a las cámaras también les gustaba él. Sin embargo, tenía algo que Lafontaine no tenía: flexibilidad de cara a los empresarios y menor vehemencia en los planteamientos ideológicos. Y una desmedida ambición. «¡Quiero estar ahí dentro!», confesaría haber gritado borracho, encaramado a la verja de la Cancillería, diez años antes de su elección como canciller.
Si a Lafontaine le hubieran preguntado su opinión sobre Schröder, seguramente habría contestado con aquella célebre y cachonda definición de Helmudt Schmidt sobre el ex canciller Helmudt Kohl : «Creo que hay un par o tres de campos en los que necesita aprender un poco más: Asuntos Exteriores, control armamentístico y estrategia militar, y economía y finanzas». Sin embargo, en público, la agenda política marcó una falsa Pax Socialdemócrata entre ambos pesos pesados. Lafontaine mantuvo controlado al partido y al ala izquierda, y Schröder se hizo con la cancillería. La recompensa: el ministerio de Finanzas. Por parte de Schröder: un regalo que pretendía mantener con el ronzal a la línea-Lafontaine. Por el lado de Lafontaine: un lugar desde el que ejercer influencia ideológica desde un segundo plano.
Sin embargo, a la larga, la lucha entre las dos almas del SPD, acabaría estallando. Las ruedas de prensa eran un buen momento para tomarle el pulso a la relación:
-Señor Canciller, ¿qué opina sobre los rumores que dicen que Lafontaine pretende convertirse en una especie de «Canciller del Tesoro» en la sombra?
A lo que Schröder contestaba con afilado sentido del humor:
-Sinceramente, tras ver lo que Helmut Kohl nos ha legado, no creo que se pueda hablar de ningún tesoro…¡Ah, y por cierto, el Canciller soy yo!
Lafontaine no duró mucho más. Siempre prematuro, siempre díscolo, como Ministro de Finanzas Lafontaine se atrevió a pedir la regulación del sistema financiero, lo que causó un terremoto en el establishment que llevaría al diario The Sun a titular: «El hombre más peligroso de Europa«. No sólo eso: en Alemania se atrevió incluso a pedir una reducción de los intereses al Bundesbank, con tal de facilitar el crédito, obviando con ello la célebre frase sobre la sacrosanta independencia de la autoridad bancaria: «No todos los alemanes creen en Dios, pero todos creen en el Bundesbank».
-¿Sabe usted que soy el hombre más peligroso de Europa?.- bromearía una vez Lafontaine ante el director del FMI.
A lo que éste contestó: Tranquilo, entonces yo soy el más peligroso del sistema internacional.
La historia, o el fin de ella, es conocida en Alemania: a la larga, Lafontaine se había hecho demasiado incómodo para continuar en el partido y acabó dimitiendo. Schröder, por su parte, llevaría a cabo la Agenda 2010, la reforma que remodeló el sistema laboral y económico alemán y que marcó el principio del fin de los socialdemócratas. Tras ello, jamás volverían a levantar cabeza.
En uno de los viajes de Lafontaine a España, Vázquez Montalbán contó en El País: «…este hombre ha sido casi ninguneado no ya por el Gran Hermano desideologizado y desideologizador, sino también por sus compañeros de militancia, que lo ven como un socialista incorrecto y hoy sin poder, autor además de ese libro convertido en un implacable espejo de la asumida y acomodaticia impotencia socialdemócrata para enfrentarse a los señores de la Bolsa y la Vida.»
Es por eso que me preguntaba si Gabriel y Sánchez hablaron de Lafontaine. O de Schröder o del SPD. Si hablaron de profecías autocumplidas mientras tintineaba la cucharilla del café. Si resonaban aún las palabras de Lafontaine cuando se despidió:
-El corazón aún no se vende por dinero, sino que tiene un lado en el que está. Late a la izquierda.
Foto que no tiene nada que ver con el texto, pero la culpa es como siempre de los buffetes de abogados de derechos de autor / Autor: Yo, creo.
Los milagros existen. Están ahí. El que no quiere verlos es porque no mira: Santa Teresa, por ejemplo, vela por España las 24 horas del día (marca en seria disputa con el Opencor, pero todo se andará). La afirmación pertenece a Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior, que sin embargo dedica su tiempo a menesteres del Más Allá. Otro milagro es el del suegro de Granados, quien se mostró tan sorprendido cuando la Guardia Civil encontró cerca de un millón de euros en su casa que sólo se le ocurrió decir: «Entra tanta gente en mi dormitorio…»
Hay, sin embargo, milagros de mayor calibre: el otro día escuché a alguien asegurar que había aprendido alemán en 3 meses. Así, sin más, sin anestesia, que diría un viejo amigo. Fue entonces, entre milagros y obras, que me acordé de Mark Twain.
A lo largo de un ensayo publicado en 1880 y que sería recogido bajo el título The awful german language, Mark Twain venía a concluir, tras más de 80 páginas, que era más fácil declinar una botella gratis de Moet Chandon que declinar en alemán. Suscribo sus palabras. Tras un año entero asistiendo asiduamente a clases de alemán en Barcelona (el 50% de ellas cantando canciones con una profesora con complejo de Massiel), otro año más asistiendo parcialmente y un tercero interrumpido por las prácticas de la universidad, todavía no puedo afirmar que sepa hablar alemán. Es un idioma traicionero. Hay veces en las que, pese a su descrédito como idioma de palabras largas y frases sinuosas, se muestra extremadamente conciso:
-¿Cuál es el tema de la manifestación?
,pregunté ayer a un policía que bloqueaba una de las calles principales, en dirección a Unter Den Linden, en pleno Berlín:
-Merkel muss weg! / Merkel se tiene que ir.
Lo dijo así, en apenas un suspiro y casi tres monosílabos. Y con una rigidez y claridad que parecían suscribir y burlarse a la vez de la afirmación. La traducción literal al español sería Merkel tiene que pillar el camino e irse. Pero el alemán, pese a su fama, se permite el lujo – a veces – de ser extremadamente breve. Algún malicioso aseguró, no sin razón, que puede mantenerse una conversación en alemán con apenas cinco fórmulas de dos monosílabos cada una. En parte, no le faltó razón: Ach, so!, pronunciado como un escupitajo no sólo sirve para expresar ah, no lo sabía, sino también ah, bien, de acuerdo.
Ja Wohl puede ocupar fácilmente el lugar de un Por supuesto, y Ja klar el de un Claro que sí, mientras que na ja siempre es un bueno, y genau, el comodín a todos los argumentos sin signos de interrogación: exacto, eso mismo, así es. Cualquier persona que aterrizara mañana en Berlín con sólo esas cinco frases en la cabeza, podría salir impune e indemne del combate con su interlocutor.
Columna del semanal ‘Die Zeit’
Pero hasta ahí las facilidades. La concreción, y no la longitud, es el enemigo principal del estudiante en las trincheras del idioma alemán. Desde la clásica diferencia entre el comer de los humanos – essen – con el comer de los animales – fressen – hasta los sentimientos más profundos. Hay hasta una palabra para expresar la alegría que se siente ante el mal ajeno (Schadenfreunde) y otra para la nostalgia que se siente ante países lejanos (Fernweh) o incluso una diferencia entre la nostalgia hacia un lugar (Heimweh), la nostalgia hacia personas (Sehnsucht) o la nostalgia hacia un pasado (Nostalgie). Sí, exacto, como si todo lo que se añorase no perteneciera al pasado…
Que el alemán no es un idioma de puertas abiertas lo demuestra el verbo abrir. Mientras que öffnen se usa para abrir algo en sentido genérico, no se puede abrir/öffnen una botella, una frontera o una puerta -la puerta, por cierto, se puede aufschliessen sólo con llave -, sino que se pueden aufmachen. Mientras que también se puede aufspannen/abrir un paraguas; las piernas se pueden spreizen; el grifo se puede aufdrehen y el libro se puede aufschlagen.
Cuando se entiende el alemán, se entiende al alemán. Decíael gran Oskar Lafontaine que «las virtudes que encarna HelmudtSchmidt(ex canciller favorito de los alemanes) – laboriosidad, orden, puntualidad – pueden servir tanto para hacer una labor positiva como para dirigir un campo de concentración«. La frase, de apenas pocas palabras, contiene en sí suficiente terreno para abonar al debate y la disputa. Al fin y al cabo: ¿De qué sirve ser eficiente si el producto final de esa eficiencia acaba perjudicando a otros? O: ¿acaso las virtudes racionales llevan siempre a un destino racional?
El tema de este artículo surgió tras un encuentro literario con otros hispanohablantes. Como no podía ser de otra manera, nos dedicamos a lo que se dedica todo expatriado que se precie y acabamos atacando al alemán dónde más le duele: el idioma. Lo que pasó después se difumina. Entrechocar de copas y botellas. Pero alguien leyó a Borges. Porque Borges siempre llega, con respuesta o sin ella:
Mi destino es la lengua castellana,
El bronce de Francisco de Quevedo,
Pero en la lenta noche caminada,
Me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre-
Oh voz de Shakespeare y de la Escritura-,
Otras por el azar, que es dadivoso,
Pero a ti, dulce lengua de Alemania,
Te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
De la jungla de las declinaciones,
Del diccionario, que no acierta nunca
Con el matiz preciso, fui acercándome
Parece una eternidad desde el último post, cuando mi vuelo aterrizaba en este país sumido en turbulencias (el vuelo, pero también el país). Recordemos: el AfD, el partido de la extrema derecha, planeaba ya con éxito en las encuestas. Finalmente han logrado un resultado moderadamente exitoso para cualquier pueblo apacible, y alarmantemente exitoso para el siempre hipocondríaco pueblo alemán. No ha sido lo único. Por ejemplo, Erdogan ha tenido tiempo de firmar un pacto con la UE que no solo lo ha convertido en el Jenízaro en jefe de la empresa externalizada de vigilancia de refugiados – a.k.a. Turquía – sino también en el supervisor en jefe de la libertad de expresión en Alemania.
Al periodista de Der Spiegel,Hasnain Kazim, no le han renovado el permiso de prensaen Turquía y ha tenido que abandonar su corresponsalía, presumiblemente por su trabajo crítico con la deriva autoritaria turca (como si la función de un periodista no incluyera «crítico» en el concepto mismo). Tras ello, una canción satírica de la cadena alemana ZDF ha provocado que Turquía llamara a consultas al embajador alemán, que a su vez ha llevado a que el humorista Jan Böhmerann desatara un debate nacional acerca de qué se puede y no se puede decir («De Erdogan al 10, ¿cuán grande es tu sentido del humor?«, pudo haber sido un bonito titular).
Vistas desde Warschauer Strasse, desde donde el Este se extiende a sus anchas.
Durante ese periodo de tiempo he tenido tiempo de vivir en Neukölln y mudarme a Kreuzberg, lo que equivale a decir que he vivido más tiempo en Turquía que en Alemania. Que los turcos sean legión en ambas zonas de la ciudad, que los kebabs inunden Oranienburger Strasse o Karl Marx Strasse, o que los barberos turcos pillen casi por los pelos a los barberos alemanes no es sólo un elemento demográfico, es justicia poética en una ciudad que los nazis pretendían entregar a los alemanes y sólo para los alemanes bajo el nombre de Germania. No sobrevivirá el Berlín de Chris Isherwood, el de los cabarets y sinagogas y locales manejados por judíos; no sobrevivirá la Galicia de ucranianos, judíos, polacos y gitanos recordada por Joseph Roth en «Judíos errantes«; tampoco la mitteleuropa de Stefan Zweig imaginada en las calles y teatros de Viena.
Pero a aquellos oasis multiculturales sí les sobrevivirán otros: el Rossia-Imbiss, erigido como supermercado y emblema de la imigración rusa de los 90 en Charlottemburg -también conocida, con cierta sorna, como Charlottengrado – al oeste de la ciudad; las trattorias italianas como puesto de avanzadilla de los europeos del sur, de los de los 60 y de los de hoy; los mencionados turcos y africanos poblando lo más granado y bohemio de la ciudad, hasta el punto de convertir Görlitzer Park en un trasunto del Hamsterdam de The Wire; incluso un nuevo pueblo, los Hipsters, invadiendo Prenzlauerberg hasta convertirlo en una fortaleza infranqueable e inexpugnable (barbas largas y bolsillos llenos constituyen los dos únicos requisitos para cruzar a esa zona norteña y ninguno de los dos están, por ahora, a mi alcance).
Antes, sin embargo, hubo tiempo para sobrevivir a Lichtenberg. Casi diez días encerrado en la habitación de una pensión solitaria en el barrio que se extiende más allá del Oberbaumbrücke, el puente que conduce a Warschauer Strasse y que conduce a más allá del muro, territorio del Este. Diez días, en cualquier caso, para intercambiar las primeras palabras en un idioma alemán de bajos vuelos, de esos incapaces de resistir la metralla de un «¿Quisiera también una bolsa?» disparada en un alemán cerrado, rápido, fugaz y fulminante, como si fuera un ataque relámpago de la Luftwaffe.
Diez días para lidiar con dependientes cuyo carácter volátil ante la incomprensión extranjera podía estallar en cualquier momento (alguien dijo: «es el carácter berlinés en invierno»; añado: ya es primavera). Diez días, en definitiva, para presenciar en carne y hueso el tópico del recto alemán («¡Tiene que atenerse a las reglas!» le gritó una señora a otra señora por subir con bici en el vagón equivocado en pleno domingo, ante la cabeza cabizbaja de su aludida y la indiferencia del resto de los presentes.).
Tampoco llegué en buen momento: la llegada de refugiados llevaba meses desbordando a Merkel, que por primera vez veía tambalearse seriamente su siempre estable gobierno alemán; los derechos de Mein Kampf, la gran obra escrita por Hitler, aún entonces en manos del Estado bávaro, pasaron a dominio público tras décadas y empezó a venderse como rosquillas o pretzels. Otro debate atenazó durante esas semanas al pueblo alemán: ¿resucitaría la puesta en circulación del «libro maldito» una nueva corriente ultraconservadora?. También levantó polvareda Er ist wieder da (Ha vuelto), la adaptación cinematográfica del polémico libro sobre un Hitler ficticio sometido a una especie de Regreso al futuro. Todo ello mientras los refugiados se agolpaban a las puertas, Orban y el Este se declaraban en rebeldía, Putin se regodeaba en el «divide y vencerás» frente a Europa y el AfD se cernía sobre Alemania.
Suele decir Pedro Ruiz que Franco no murió, estalló en mil pedazos y ahora cada uno de ellos está repartido por España. En cuanto a Hitler, tampoco creo que haya desaparecido, pero pervive de otra forma: sobrevive su sombra. Durante los meses mencionados, la sombra de Hitler planeaba y se cernía sobre Alemania. De hecho, lo hace siempre. Está allí cuando los debates tienen lugar en la esfera pública, marcando como el Finisterre el límite del mapa moral y el inicio de la inmoralidad. Está allí cuando un tertuliano dice en una TV pública que Putin es un buen presidente porque «le gusta la música clásica» y alguien responde que no, que a Hitler «también le gustaba Wagner«.
También está allí cuando los manifestantes griegos muestran carteles de Merkel con simbologías nazi. Está allí cuando alguien vierte un comentario a favor del AfD o contra el AfD. También estaba allí cuando una noche de copas, un compañero alemán procedente de Nuremberg me dijo lo mucho que le cansaba que todavía a él y a su generación se les inculcara «la culpa».
«Dice verdad aquél que dice sombra», decía Paul Celan y lo recordaba Gabriel Albiac en su discurso sobre Auschwitz. Con la sombra de Hitler en la nuca, en todas sus manifestaciones, aterricé en Alemania. Como dije, no llegué en buen momento. Pero continuará.