
Como casi cada día de la semana, acudo puntual a mi cita en la panadería francesa de la Reichenberger Strasse. Una bandera cubana ondea en el balcón de los vecinos del segundo piso, como un elemento kitsch clamando a gritos que Berlín aún pertenece al Movimiento. Pero Berlín ya no es kitsch, Berlín ya no es de nada. «La ciudad que nunca es», suelen decir los guías turísticos. Una guerra europea, dos guerras mundiales y una brecha inmensa atravesándole la yugular, le prescribieron a la ciudad un horizonte de grúas y un futuro incierto.
Tan incierto que el anterior alcalde, Klaus Wowereit, galán socialdemócrata y fabricante de lemas de campaña – «Soy gay, y ya está bien así» o «Berlín es pobre pero sexy» – dimitió en 2014 al no cumplirse ni los plazos ni los costes de construcción del nuevo aeropuerto. No hubo tiempo para actos ni inauguraciones estrambóticas. Mientras tanto, a unos cuantos miles de kilómetros de allí, un tipo siniestro con gafas de sol inauguraba el primer aeropuerto fantasma del mundo, en Castellón, mientras le preguntaba a su nieta: «¿Te gusta el aeropuerto del abuelo?». Nadie preguntó si funcionaba.
Pero no es la bandera ni Wowereit lo que llaman mi atención. Tras pedir un café y sentarme en una mesa de la terraza, el señor de la mesa de al lado abre el periódico, que digo abre, lo despliega y arrasa los cafés, los croissants y la tarta de moras de la señora de la mesa de enfrente como un tsunami informativo. Los periódicos alemanes no son cosa menor. El formato tabloide y el despliegue de página conlleva un movimiento incontrolable de placas tectónicas que incumbe a todos. El café y el cenicero trazan un movimiento de ajedrez en la mesa para dejar paso al periódico desplegado, y las clásicas letras góticas de la portada, imponentes como runas antiguas, hacen el resto en esta maniobra intimidatoria. Lo dijo una vez Cees Nooteboom, eterno candidato al Nobel de Literatura con permiso de Murakami: «Leo el FAZ (Frankfurter Allgemeinte Zeitung), cosa seria. Este país no se trata a sí mismo frívolamente. Una clara primera página, normalmente sin foto. Probablemente incluso yo tengo otro aspecto cuando lo leo». No es un periódico, es un artefacto, y pobre del que se lo tome a broma.
Sorbo el café mientras intento anticipar, con cautela, un próximo despliegue de página. Es entonces cuando reparo en su mirada. La mirada fría, impenetrable, ajena a toda prospección humana de la sacrosanta canciller. El rostro de Angela Merkel parece devolver la mirada unos segundos hasta que una mano roza ligeramente su flequillo, desdobla su rostro, lo sumerge, desaparece y finalmente queda suplantado por una página de crucigramas.
El enigma Merkel. Emerge de nuevo, como tantas otras veces antes y después de llegar al país. Ya hace 4 años desde la primera vez que sentí curiosidad por esa mujer que se antoja inescrutable. La mujer de la que se sabe lo que hace, pero no se sabe en lo que cree. Incluso los periodistas que alguna vez la han acompañado en sus viajes a otros países o han compartido mesa y mantel con ella, como el reportero de Der Spiegel, Dirk Kurbjuweit, admiten sus limitaciones periodísticas a la hora de resolver la incógnita.
Únicamente otro político, Vladimir Putin, con quien Merkel mantiene una relación especial, parece sembrar las mismas dudas. Ya es conocido el momento en el que George W. Bush, tras conocerle, aseguró: «Le he mirado a los ojos y…he podido ver que tiene alma». Putin, que estuvo destinado en Dresden como agente de la KGB antes de la caída del muro, aprendió alemán en la extinta RDA. Merkel, que estudió en la RDA cuando el país aún se encontraba en la órbita de la URSS, estudió ruso. La relación de los mandatarios y de sus respectivos países es una constante en el debate político nacional. Alemania necesita económicamente a Rusia, pese a las sanciones. Pero Putin, como Merkel en la crisis de refugiados, va por libre.
En un encuentro entre los mandatarios en 2007, Putin dejó entrar a la sala a su labrador negro, Koni. Merkel, que tenía fobia a los perros tras ser mordida por uno en 1995, pasó el mal trago de ver como el perro merodeaba alrededor, como esas viñetas de piratas en las que los escualos dejan entrever su presencia cerca de los que van a saltar desde la pasarela. Según cuenta George Packer en The New Yorker, Putin, quien supuestamente sabía de su fobia, comentó sobre el perro: «Estoy seguro de que se comportará», a lo que Merkel, haciendo gala de un sentido del humor del que, como Rajoy, solo hace gala en las distancias cortas, contestó: «No come periodistas, después de todo».
La Merkel cáustica, ingeniosa y espontánea es otra de las imágenes que parecen sustraerse al gran público y que solo se manifiestan en privado. Una pieza más del rompecabezas de una política que, de caras a la galería, se manifiesta como un burócrata indolente. La misma política que, tras desatar airadas protestas contra la austeridad en España o Grecia, abrió las puertas de par en par a refugiados y perseguidos, aun a costa de su mayor caída en popularidad, la soledad europea y el enfado de buena parte de su partido. Una contradicción andante. Un enigma.