Cuando ladraban los perros

Era octubre de 1933 y hacía ya unos cuantos meses desde aquella siniestra noche de mayo, en la que las asociaciones alemanas de estudiantes habían llevado a cabo la infame tarea de quemar libros ajenos bajo el lema «Acción contra el espíritu antialemán». Las antorchas y estandartes nazis formaban ya tan parte del paisaje urbano como los tilos en la avenida berlinesa de Unter den Linden. Aquella misma noche, mientras crepitaban en decenas de plazas las hojas de los libros prohibidos, empezaba a cumplirse la célebre profecía del poeta Heinrich Heine, que en 1823 había escrito: «Esto es sólo un preludio. Allí dónde se quemen libros, acabarán quemándose personas». Aunque en su mayoría la quema de libros fue observada con una mezcla de resignación, apatía y aceptación, también hubieron gestos valientes. El periodista y escritor bávaro Oskar María Graf escribió entonces un artículo titulado «¡Quemadme!» en el que preguntaba qué había hecho para merecer el deshonor de no encontrarse entre el selecto grupo de quemados. Sus deseos no tardarían en hacerse realidad.

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Por su parte, el escritor judío Stefan Zweig, que por aquél entonces se había mudado a Londres y seguía irradiando su característico optimismo, no parecía atisbar aún la intensidad de la sombra que se cernía sobre él. Al fin y al cabo, Zweig era Zweig, inseparable de su porte de burgués de entreguerras bajo los calmos días vieneses. Tuvo que ser su amigo, el también judío Joseph  Roth, perseverante borracho y mejor escritor (¿o era al revés?), quien le avisara de lo que se venía encima: «¿Aún no lo ve usted? La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros.»

Fue al leer esta frase, incluida en la extensa correspondencia entre ambos y recopilada bajo el título Ser amigo mío es funesto (Acantilado), cuando algo  en mi cabeza enlazó esos acontecimientos con las imágenes que llevan viéndose en Alemania desde que llegué. Miles de manifestantes en las ciudades más importantes de Alemania, vociferando contra los refugiados, pidiendo la dimisión de Merkel y atacando duramente a la prensa («¡Lügenpresse!», que significa «prensa mentirosa», es uno de los conceptos de moda entre los manifestantes). Todo ello, por supuesto, eclipsado siempre por el grito de guerra principal de todas las manifestaciones: «¡Nosotros somos el pueblo!».

Cada vez que una parte del pueblo sale a la calle afirmando ser «el pueblo» (y en alemán suena mucho más acojonante que en español, doy fe de ello) es inevitable acordarse de aquella frase que asegura que si tienes que alardear de que eres algo, probablemente no lo seas. En cualquier caso, aparte de un más que probable complejo de inferioridad, la frase invita a curiosas reflexiones: si tú eres el pueblo, quizás te refieras a que alguien no lo es. Así que, ¿quién no es el pueblo? ¿Y cómo se llega a ser pueblo? ¿Es necesario recibir invitación? ¿Hay que reservar con tiempo?

La segunda coletilla digna de mención es especialmente frecuente en las entrevistas de manifestantes con reporteros: «Ah, y por supuesto quiero dejar claro que no soy racista». Ahí está, la afirmación negro sobre blanco que sirve para despejar cualquier atisbo de duda ante el reportero o espectador. El personaje de Juego de TronosTyrion Lannister, asegura que todo lo que vaya antes de la palabra «pero» en una frase no importa realmente. En este caso, es justamente lo contrario. Todo lo que antecede a la fórmula importa, y mucho.

Mientras tanto, siguen registrándose incidentes de quema de asilos de refugiados en toda Alemania. En Berlín, un célebre graffiti con forma de mapa del país, situado cerca de la estación Görlitzer Bahnhof, lleva la cuenta de los lugares dónde han ocurrido este tipo de incidentes. La Gran Coalición, a su vez, tiene cada vez menos de «Gran», como suele repetir Javier Aroca, y la relación de Merkel con sus aliados parece haber tocado suelo. En realidad, la situación recuerda a aquel frecuente chiste ruso que dice: «Hemos tocado suelo, pero se están oyendo golpes desde abajo». Sea como sea, sigue cundiendo la idea de que Merkel se equivocó invitando a los refugiados a venir y que no debería presentarse a las elecciones del año que viene. No podría estar más de acuerdo. Pero no por esa razón.

Según el estudio del sociólogo Wilhelmer Heymer, «ante la amenaza de su nivel de vida, el 75% de los ciudadanos restringirían profundamente su solidaridad con los débiles»*. La situación refleja la trastienda del «milagro alemán» a la perfección, en el que los salarios de miseria entre la población conduce en ocasiones a la desesperación. Los jóvenes encadenan minijob tras minijob mientras gente con edad de la jubilación trabaja en los supermercados por miedo a no sobrevivir con la pensión. La misma situación a la que se aboca a España. Mientras todo siga así, la desigualdad y la precariedad laboral irán de la mano con la apatía ante el débil y el desprecio al «Otro», buscando nuevos chivos expiatorios para manifestar sus problemas mientras se asegura, a gritos, «ser el pueblo» para hacer valer los derechos propios. Merkel debe irse, sí, pero no por el motivo equivocado.

*Las conclusiones del estudio académico están recogidas en el libro «Sabotage» del periodista de Der Spiegel, Jakob Augstein.

 

 

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