Salgo del cine con ganas de volver a ver “Perfect Days” (Wim Wenders, 2023) al día siguiente, y eso que desconfiaba de esas críticas que la definían como “balsámica”, como si se tratase de una infusión de hierbaluisa y no de una película. El argumento es simple: un señor mayor, japonés, se levanta cada mañana a limpiar metódicamente, con pasión y esmero, los lavabos públicos de Tokio. Cada día el mismo procedimiento, la misma rutina, apenas interrumpida por un día de descanso. El tipo casi nunca se queja de nada, habla poco, intenta hacer lo suyo lo mejor que puede, e incluso algunos espectadores aseguran que parece disfrutar. En su breve pausa para comer, fotografía árboles que se mecen a merced del viento; al acabar la jornada, disfruta de un refresco que le dejan listo en el pequeño bar de un centro comercial; a diario se relaja en el agua caliente de un baño público y siempre finaliza su jornada prácticamente dormido mientras apura las últimas líneas de un libro, antes de volver a empezar. La película es un homenaje a las heroicidades privadas, a la necesidad de crearnos pequeños refugios ante una realidad que nos amenaza en todo, a buscar la belleza en la nada. Y aunque la sonrisa de Hirayama, el protagonista, no es “perfecta”- la vida no está exenta de magulladuras, y en el camino al trabajo pueden cruzarse el color del cielo al amanecer, el sonido de una canción propicia y el recuerdo de un familiar muerto -, es una sonrisa al fin y al cabo. Hace aquí Wenders lo que Ida Vitale dijo ya en un poema: “mi homenaje al que plantó cada árbol, sin pensar, para siempre; […] al conductor del ómnibus, cumplido, sonriente, que levanta una tarde con su simple saludo […] a todo lo que ocurre sin ser más que eso: algo”.
La semana pasada volví a Nápoles por segunda vez. La primera fue hace algo más de diez años, cuando apenas habíamos salido de la pasarela de embarque del crucero en cuestión y los profesores nos apartaban de la ciudad vieja de Nápoles para ponernos a salvo en la ciudad en ruinas de Pompeya.
“Nápoles es peligrosa, está la mafia…”, decían y dicen todavía. Se trata de una mentira a medias, o de una verdad envuelta en un tópico que no es mentira del todo. La Mafia está en Nápoles, cierto, como lo está el cableado eléctrico que se derrama por los tejados de Quartieri Spagnoli o los santos que florecen en las esquinas. Para el turista ocasional, sin embargo, es raro encontrársela, porque del mismo modo que el turista no está interesado en ella, ella tampoco está interesada en el turista. Si al turista le gusta la luz, el dinero negro prefiere vivir a oscuras.
Otro tópico, que sí se corresponde completamente con la realidad, es que el tráfico es una locura. Tras cada paso de zebra hay una tentativa de asesinato; además, con agravante. Cuenta Íñigo Domínguez que un día hubo una huelga de los empleados encargados del mantenimiento de los semáforos y que a media mañana dejaron de funcionar. Lo que ocurrió no es ninguna sorpresa: el tráfico fue un caos absoluto, es decir, siguió fluyendo con normalidad.
Altar en el barrio de Forcella (Nápoles)
Si tras cada cruce hay una posible muerte y tras cada peatón un hombre muerto de permiso, tras cada esquina hay un altar a un santo, que no es sino un muerto a quien en vida no dejaban vivir y al que ahora que no está vivo no dejan en paz. Hablando de muertos y de santos: Si Maradona vivo fue un exceso, es porque no lo han visto muerto. Maradona no está ausente, está en abundancia: en forma de muñequitos de souvenir, en graffitis, en pósters, en altares improvisados en la calle. Incluso creo haberlo visto impreso en una lata de anchoas, que deben estar de muerte, tocadas por la Mano de Dios. Dios me libre de elegir los santos de los demás.
En una ocasión, Zapatero, que venía de reunirse con el Papa, fue a visitar a Berlusconi, con el que no tenía sintonía. Berlusconi le dijo: “Le despido como se despide a un santo, porque acaba de ser bendecido por el Papa y está en estado de gracia”, y le dejó plantado ante los fotógrafos. En otra, Berlusconi estaba en una Cumbre sobre el Hambre, y empezó su discurso diciendo: “Soy un ungido del señor. Cada año practico un retiro espiritual: en las Bermudas”.
No diría que es cierto eso de que los napolitanos siempre intentan engañarte. Sencillamente hacen todo lo posible para que acabes tomando una decisión que a ellos les beneficia y que a ti te perjudica, es decir, una decisión equivocada. En Nápoles, al sentarnos en una mesa, el camarero viene con una sonrisa y le pedimos algo para beber. Al rato, el camarero viene con una sonrisa, con algo para beber, y con algo para comer. Ya se sabe que peor que la sed está el hambre que da ganas de beber. Las variaciones de la trampa son infinitas: un plato con bolsas de patatas, un tarro de cacahuetes, un plato de panecillos resecos, que colocan en la mesa como el que coloca una pieza en una jugada maestra de ajedrez. No los has pedido, pero si los coges, estás perdido. Y ojo, no es culpa de los camareros: no es que te tomen por tonto, sino que se creen muy listos.
Aun así, a pesar de los muertos, la basura y lo turbio, Nápoles tiene sentido del humor – ahí están los graffitis del omnipresente Totò, “il re della risata” -, lo único en el mundo mejor que una playa – que es una bahía -, y lo mejor del sur, que son la luz, los colores, la teatralidad y el bullicio (o casino), la pura vida.
En la última película de Sorrentino, el personaje de Fabiè – que no es sino Sorrentino de joven – aborda al director de cine Antonio Capuano a la salida de una función, intentando impresionarle para que le ayude en su carrera como cineasta. La respuesta de Capuano es decirle que se deje de tonterías y que si quiere triunfar con sus películas algún día, tendrá que meter un conflicto, por pequeño que sea, en el guión.
Viendo la escena me acordé de una ocasión, en Berlín, en la que me tocó asistir a una de esas entrevistas colectivas que varios periodistas le hacen juntos – por ahorrar tiempo – a una celebridad. La celebridad era Daniel Barenboim, uno de los directores de orquesta vivos más importantes, que había llegado a crear una famosa orquesta para que músicos israelíes pudieran tocar con músicos palestinos, como si la música pudiera hacer por la política lo que la política no puede hacer por la paz. Un tipo que había tocado ante presidentes y reyes. Mientras yo aguardaba a las puertas de la sala junto al resto de corresponsales con decenas de años de experiencia a sus espaldas, recordaba aquella ocasión en la que un periodista de El País intentó alabar a Barenboim y le preguntó por su impresionante carrera, a lo que éste contestó: “Mire, yo no hago carrera. No soy un caballo. Yo hago música”.
Aquel día solo podíamos hacer una única pregunta. El de AFP hizo una pregunta. La del New York Times hizo una pregunta. El del Corriere della Sera hizo una pregunta, y yo hice la mía, en la que por error le atribuí una declaración que no había dicho, algo que molestó a Barenboim e hizo reír al resto, y que pensé que acabaría con el «maestro» (como lo llamaba el del Corriere) diciéndome lo que dijo el director de orquesta cabrón de la película «Whiplash»: «o desafinas a propósito para sabotear mi banda, o no sabes que desafinas y es aún peor».
Cuando vi la escena de Sorrentino me acordé de Barenboim y pensé «qué mal trago, Fabiè», y luego «bien ahí Capuano «, y también «no hay gran escena sin un conflicto en la narración» .
Matthew McConaughey en Interstellar (Christopher Nolan)
A mi lado en el asiento del tren, un extranjero excéntrico que no para de moverse y de mirar a los lados sin parar, como si lo persiguieran agentes de la Stasi o la Gestapo, mientras esconde una lata de cerveza que bebe, que hace crujir, que se le resbala, que se le cae, mientras no deja de sostener con la otra mano un libro de Mendoza titulado “La aventura del tocador de señoras”. Solo le falta agarrarme del brazo y decirme que no, que no es lo que parece.
La vuelta de Valencia, al atardecer, en el tren, lleva aparejada una especie de cansancio casi metafísico, como si el cuerpo sufriera magulladuras después de haber estado tanto tiempo sometido a radiaciones de felicidad. Como una jodida resaca por ser feliz, es decir, por lograr ser inmortales – enfocados en el presente y solo en el presente – durante cinco minutos, que como decía otra vez Leila, es lo que dura siempre la felicidad.
Me imagino entonces la felicidad como si fuera un desafío a las leyes que rigen la estratosfera, y la resaca posterior, el precio a pagar, el proceso de descompresión de unos cosmonautas que con su nave hubiesen viajado demasiado lejos – ‘¡Houston, Houston!’ -, ya con el fuselaje empezando a chirriar y a crujir, a soltar chispas y chatarra y espumarajos de fuego -, ‘nos estrellamos Joe, nos estrellamos’ – desintegrándose en polvo cósmico en una galaxia cualquiera. Como una bengala que se apaga, vamos; o como un petardo.
‘¿Filósofo?’, creo que me iba a preguntar el extranjero en una de esas veces que me miraba teclear estas notas que ahora recupero. -No, qué va. Solo resaca.
Martin Sheen en ‘Badlands’ (1973) de Terrence Malick
Tengo una cierta debilidad por la gente que se sale de lo que se espera de ella, por quienes van a su aire, rompen la baraja y saltan la valla cuando se les dice que no pueden saltarla o romperla, mandando al carajo las expectativas, los consejos, la baraja y hasta la misma valla. Por quienes siguen su propio criterio aun a costa de bordear lo que se llama el sentido común, que no es sino el propio criterio de los demás. Como Terry O’Quinn gritando aquello de «don’t tell me what I can’t do», o Kit, el fugitivo de «Malas Tierras» cuando el sheriff le pregunta porque hace lo que hace y simplemente contesta: «I don’t know, I always wanted to be a criminal, I guess».
Quizás por eso me guste tanto aquella escena que Leila Guerriero cuenta en su libro sobre el periodista Roberto Arlt, cuando éste visitaba editoriales para que lo intentaran publicar: “por último, aprisionó el manuscrito con ambas manos, lo apretó contra su pecho y dijo:
-Está bien. Usted dice que mi novela es mala. Glensberg dice que mi novela es mala. Gleizer dice que mi novela es mala. Pero yo y mi mujer decimos que mi novela es buena. Muy buena.
Y se retiró violentamente”.
Quizás un rebelde solo sea alguien que nunca acepta un sí o un no, sino todo lo contrario de lo que le digan, y alguien que cree que vivir a pesar de la realidad tiene más mérito que vivir gracias a ella.
Cuando me doy cuenta llevo casi una hora cabeceando en el tren y escuchando la entrevista de Carlos Herrera al Papa, en la Cope. Es hipnótico: el hilo de voz del Papa, como un susurro cansado que se abriera paso entre las criptas vaticanas, de donde sale y cruje y retumba la voz de ultratumba de Herrera. Herrera, Cope y el Papa. Si me lo dicen hace un par de años no me lo creo. Pero aquí estoy, escuchándolos. Incluso descubro que el Papa es lector de Verlaine, o que invitó a Borges a dar una charla cuando era profesor en un seminario. Incluso domina la ironía, el jodido: preguntado sobre la prensa que lee, el Papa cuenta que poca cosa, salvo L’Osservatore Romano, el periódico oficial del Vaticano al que el Papa acaba de llamar «el diario del Partido». Hay que ser inteligente para hacer una broma así. Respeto a los irónicos porque la ironía implica decir algo oblicuamente, casi sin decirlo, a veces incluso diciendo lo contrario: imposible la ironía sin la inteligencia, y imposible la inteligencia sin ambas partes, locutor e interlocutor, lo cual explica que un buen chiste sin un buen oyente a veces se estrelle como un pájaro muerto.
Tengo más razones para que me caiga en gracia: Abascal, que lo ve como un peligroso izquierdista, lo llama Ciudadano Bergoglio, arrancándole el título, como los revolucionarios franceses cuando llamaban Ciudadano Capeto a Luis XVI antes de arrancarle la cabeza de cuajo. El Papa, Cope, Herrera. Me cae bien Herrera. Durante mucho tiempo me pareció un ser despreciable, pero ahora, misteriosamente, hasta puedo comprender que también él tenga sus motivos. Es un señorito sevillano, eso que Sabina llamaba el «andalucista profesional», el vivo retrato de la caricatura de un retrato, que es la forma más acertada de definir esa hipérbole que es ser andaluz.
Herrera, el Papa, la Cope. Si me lo dicen hace unos años hubiera sido imposible dedicarle un solo minuto a Satanás, la radio de los obispos. Pero las cosas cambian. Me gusta pensar que siendo igual de vehemente voy aceptando matices. Que se puede dejar de ser extremadamente coherente con los gustos y con los odios de uno, sobre todo esto último, que es la forma más habitual de serle fiel a uno mismo. Que se puede dejar de ser totalmente coherente con todo, todo el tiempo. Que se pueden dar bandazos profesionales, o ideológicos. Que las enemistades se pueden revisitar, y algunas amistades dejar por el camino. Y que nadie debería ser esclavo de cosas que pensó o decidió hace dos o diez años, en lo bueno y en lo malo, cuando era más joven, más iluso, más imbécil, más lo que fuera que ya no se es, o simplemente otro. Ya lo dijo Bioy Casares: no puede ser uno leal con el pasado a costa de ser desleal con el presente, y no hay peor calamidad que alguien que no escucha su propio juicio. Toma sermón. Soy más papista que el Papa.
Regresar a Barcelona ha supuesto aparcar quién sabe por cuanto tiempo sueños grandilocuentes en países lejanos, soltar lastre y mucho exceso de imaginación. Ahora voy, como diría Pepe Mujica citando a Machado, «liviano de equipaje», y preparado para la descompresión.
Una rutina sencilla pero inevitable doma por el momento lo que pueda haber de indomable en mi y empiezo a entender a Manuel Vicent cuando dice que dejar pasar las horas, desechar cualquier ambición y vivir el sol en medio de una mediterránea austeridad es todo lo que cabe en el inventario de su fe. Revisando una de las conversaciones de whatsapp con mi tío, que es como ponerse a leer el libro de conversaciones con el Doctor Johnson, encuentro estos mensajes que me envió: «Ayer hice mi almáciga con las semillas de los tomates, para plantar en el Valle a su tiempo. Anhelaba escapar, cambiar el mundo…y ahora una acequia de agua me acerca al clímax de la belleza, de lo auténtico. Lo sencillo termina siendo mi periscopio».
Mientras tanto, debido a la pandemia que no cesa, mi yo actual que asiste desde casa a seminarios virtuales de una universidad extranjera, en los que se discute sobre cómo Mao y los suyos se enfrentaban con los yankees por las montañas de China, no es muy distinto a mi yo de la infancia que blandía un cepillo de escoba creyendo luchar contra soldados ajenos desde mi patio trasero. Mientras que la realidad tiene lugar ahí afuera, armado con la imaginación necesaria, mi casa sigue siendo mi base de operaciones.
«Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar». Siempre me ha gustado esta anotación de Kafka en su diario, escrita en el agosto de 1914. Como suele pasar con Kafka, lo más gracioso del asunto es que probablemente el humor que puede intuirse en el encadenamiento de ambas frases sea sencillamente involuntario. No hay nada gracioso ni en la primera frase ni en la segunda, pero la unión de las dos, tan dispares – ambas son serias por separado, pero una lo es tanto por sí misma que acaba relegando a la otra a la mera banalidad – es lo que acaba por encender la mecha. El mismo truco hace que una frase como la pronunciada por Ruth Fisher en el primer capítulo de Six Feet Under, cuando recibe la noticia de que su marido ha muerto y tiene que comunicársela a sus hijos, acabe prendiendo fuego: «Ha habido un accidente. El coche nuevo está destrozado. Tu padre ha muerto y el asado se ha quemado en el horno». El padre ha muerto, pero el pavo o el pollo se acaba de quemar también. Cuando juntas lo banal con lo extraordinario, es como si invirtieras la ley de la gravedad y acabaran saltando chispas.
Dicen que lo último que dijo Goethe en el lecho de muerte fue «¡Mehr Licht!» («¡Más luz!«). Para algunos, un último himno al Siglo de las Luces, a la Ilustración; para otros, la prueba definitiva de que efectivamente hay luz al final del túnel; para mi, que solo quería que le dieran a algo parecido al interruptor.
Parece mentira, pero en diez años es el primer verano que paso en Barcelona. Después de lo que yo llamo El Gran Rodeo – esa serie de vericuetos, vueltas hacia ninguna parte y giros sobre mí mismo que he ido dando en los últimos años -, me paseo mirando los edificios como si dijeran más de lo que dicen, que es como se supone que los turistas observan las ciudades con las que se cruzan por primera vez, aunque el término turista se haya devaluado y el término ciudad ya ande en bancarrota.
Extraña sensación, calor abrasador y calles vacías. Cierto aire de estabilidad, que alguien podría llamar también estancamiento. No sé lo que se viene, mis últimos años han sido un atentado contra las reglas y la gramática del sentido común. Si la vida de algunas personas es un interrogante, la mía son tres interrogantes suspensivos, es decir, duda más suspense = éxito garantizado. Vuelvo una vez más a las frases subrayadas del maestro: «Nunca pasa nada. ¿Y qué podría pasar? Es como si hubiera estado todo el mes de julio bajo el agua. Sentado en el patio frente a una mesita baja, el sentimiento de siempre: las grandes luchas por venir.» Por lo pronto, nueva ciudad, nuevo piso, nuevo trabajo, y aleteando, como siempre, una página en blanco.