
En ocasiones no hay nada más adictivo y apasionante que la propia realidad. ¿Quién no se agarraba con fuerza al sofá mientras veía el ambiente del funesto Comité Federal del PSOE de 2016, al tiempo que llegaban rumores de gritos, llantos e insultos al exterior? ¿Quién no se palpó el cuello cuando oyó que Susana Díaz había hecho uso de su turno de palabra para gritar «¡Están matando al PSOE!» ante todos los demás?
Ahí está el juicio por el 1-O, otro ejemplo magnífico. Como las mejores telenovelas, el juicio tal vez no ofrezca muchos ingredientes, pero ante todo garantiza al espectador una cierta seguridad: la certeza de que la cosa va para largo, que ya puede ir usted a comprar al super de al lado, que el juez Varela, aunque con sueño, no se mueve de ahí; la perpetuidad de un elenco principal de personajes que salvo causa mayor o sobrevenida, dejarán de aparecer cuando deje de hacerlo la propia telenovela; y, finalmente, el apreciado y refinado arte de la discusión larga y acalorada, proclive al monólogo extenso y con presencia de uniformados, todo ello de exportación caribeña, no castrense sino castrista.
Como suele ocurrir en estos casos, cada espectador tiene sus escenas predilectas y sus personajes favoritos. Ahí está el abogado-púgil Xavier Melero, cuyas cejas parecen decirle al testigo «te voy a desollar» mientras sus ojos parecen precisar: «con arreglo a la ley». A veces, como en todo culebrón, lo mejor de la trama son los secundarios, cuando no los personajes ocasionales: toda su intensidad suele concentrarse en unos pocos minutos.
Es el caso de Mariano Rajoy, que como suele ser habitual llegó al Supremo para meterse en la Sala y de paso en un lío. Rajoy ya tenía experiencia en estas lides, pues también había comparecido en el juicio Gürtel en calidad de testigo, o como reza el eufemismo marianista, como persona que a lo sumo pasaba por allí.
En aquella ocasión, al contestar a una pregunta con una evasiva que la acusación popular calificó de «gallega», el de Pontevedra tiró de retranca asegurando que su respuesta era «gallega porque no podía hacerla riojana». En ésta, a cada pregunta concreta echaba mano del agua y bebía un sorbo como el que bebe disolvente. Peor trago pasó Sáenz de Santamaría cuando, al llegar las preguntas de Melero, parecía que fuese a llevarse a la boca incluso el vaso vacío, como esa gente que no encontrando su sitio en una fiesta, se agarra a su vaso como agarrándose al mundo.
De entre el elenco de habituales destaca siempre Manuel Marchena, ese magistrado de humor finísimo, casi de porcelana, que de repente insta al abogado Pina a ahorrarse sus «comentarios irónicos», para a continuación calificarlo de «excelente letrado» al que la Sala escucha «con sumo interés».
Visualiza uno los minutos de cada capítulo con la certeza de que todo está destinado a repetirse: alguno de los abogados cometerá un nuevo desliz y Marchena estará ahí para advertirlo. Poco importa que la escena sea repetitiva y siempre incluya a los mismos personajes; uno va a la retransmisión de TV3 a presenciar como los abogados preguntan y cómo Marchena interrumpe, siempre protocolariamente y siempre por el mismo orden, del mismo modo que uno veía el Grand Prix para ver como corneaba la vaquilla, aunque siempre fuera desde la misma salida y con los mismos cuernos.
Desde su ilustrísimo sillón, Marchena parece a veces tan elevado y elíseo que cualquier comentario suyo, cualquier observación acerca de algo en lo que nadie había reparado antes, parece una tremenda obviedad. Como el Rey de Corazones en Alicia en el País de las Maravillas, al ser preguntado ante el jurado sobre cómo leer el documento probatorio, Marchena siempre parece contestar lo mismo: «Empieza por el principio y sigue hasta llegar al final; allí te paras«.