
Lanzo un par de miradas a la bolsita, sumergida como un batiscafo en misión submarina mientras queda amarrada de un hilo a la taza del té. Mientras espero a que se enfríe, hago lo que hago siempre para combatir las horas muertas de la medianoche: girarme hacia las estanterías y mirar los libros. Inmediatamente me doy cuenta de que mirarlos durante el tiempo suficiente produce el mismo efecto que mirar una dentadura sin todos los dientes: de repente, toda la atención deja de concentrarse en los que están para centrarse en los huecos, en los que faltan.
Pensar en los libros que no tengo es algo que siempre me produce un cierto desasosiego, una rara angustia por no comprarlos a tiempo, como si hubiera ahí afuera una hermandad dispuesta a encontrarlos antes, una de esas sociedades secretas con objetivos risibles de los cuentos de Borges.
Por ahí vuelan libres, pienso, algunos de Nabokov y algunos otros de Conrad, qué decir de ése de Goytisolo (¿cuál de los Goytisolo?), o de ése otro de Amis (¿cuál de los Amis?). Es ridículo pensar en una pronta desaparición de todos los libros hacinados en todas las librerías del mundo, en una descatalogación universal, y sin embargo, pareciera como si su disponibilidad pendiera de un hilo, amarrado a…¡ah! parece que ya no quema, allá va un sorbo.
Apuro la taza. Recuerdo una entrevista muy graciosa a Mario Conde en un programa de Intereconomía llamado «Seis mujeres sin piedad» (título poco cristiano para un programa de esa cadena, ¿cómo que sin piedad?). En ella, el ex banquero, reconvertido en gurú espiritual tras su paso por la cárcel advertía paternalmente a sus entrevistadoras sobre la importancia de aceptar la pérdida y no ser poseído por las cosas materiales. “No seas tus cosas”, recuerdo que le decía a una de las chicas con la convicción de un iluminado que hubiera salido de las aguas de Benarés. En cierto modo, no le faltaba razón. Pero los libros no son simplemente “cosas”, me digo ahora. Vuelvo a echar una mirada a las estanterías mientras reparo en aquella frase de Patti Smith en uno de esos momentos humanos de Mr Train: “Por favor, quedaos para siempre, les digo a las cosas que conozco. No os vayáis. No crezcáis”.
Me levanto, cojo un libro al azar. Abro From Paris to the Moon, el lúcido, a veces mordaz, a veces brillante compendio de artículos de Adam Gopnik, uno de los periodistas del New Yorker, en el que cuenta su etapa como corresponsal en París. Lo compré en una librería para expatriados de segunda mano (los libros, no los expatriados). Aunque el libro de Gopnik representa una pieza más en la larga cadena de libros autobiográficos sobre americanos snobs emigrados a Europa y sobre lo increíblemente horroroso que les parece todo en comparación con su tierra natal – “the shining city upon a Hill”, que diría Ronald Reagan –, la mirada americana de Gopnik, tipo culto y con sentido del humor, es el elemento clave que permite, por contraste, detectar las virtudes y las flaquezas de la sociedad francesa. Especialmente aguda es su definición sobre la sensación de los expatriados lejos del hogar, entre los que me encontraba yo en aquel momento:
“Está la sensación de estar aparte y la sensación de ser un universo aparte […] Está también el conocimiento, a la vez extraño y reconfortante, de que pase lo que pase ahí afuera, tú no tienes ninguna opinión predeterminada sobre ello, de que has sufrido una especie de operación en el que se te ha modificado el instinto instantáneo de tomar partido. Cuando los políticos franceses debaten pienso, bueno, todos tienen en parte razón”.
Y algo después, cuando han transcurrido unos meses, algunos años incluso, cuando llegan los indicios de la integración,
“[…] cuando te das cuenta de que en realidad no quieres permanecer tan despreocupado y Olímpico – o mejor, permanecer tan despreocupado y Olímpico lleva con ello, por tradición y precedente, el hábito de desear poder bajar ahí abajo, a la tierra, a tomar partido. Incluso los dioses, mirando divertidos hacia abajo desde lo alto del Olimpo, solían descender para tener sexo o aporrear a alguien”.
Sigo ojeando, cuando de repente una letra escrita con bolígrafo negro y en inglés se me aparece apostillando un párrafo en una esquina de la página. “¡Muy cierto!”, exclama la anotación, probablemente del anterior propietario, o del anterior propietario antes que él, en referencia a una reflexión de Gopnik sobre la alta cocina francesa. Dos páginas, tres páginas más, y de repente, mi predecesor cambia de tercio y parece ensañarse con otro párrafo. «¡IMPOSIBLE!», escribe en un lateral, ahora subrayado y con mayúsculas, como queriendo dejar claro las múltiples posibilidades de la grafía como medio de expresión total.
Y de repente, un poco más abajo: “¡¡¡No podría estar más en desacuerdo, infórmese mejor!!!”, una muestra de efusividad inútil, como esos señores que se ponen a gritarle desde el sofá de casa a las personas que aparecen en televisión. En poco tiempo, el interés del libro se ve aumentado e intensificado por este nuevo personaje, un personaje ajeno a la historia, no conocido por el autor ni esperado por mi, pero que sin embargo se une al coro de voces que pueblan el libro, un viaje que ya ha dejado de ser de dos para ser de tres, un libro que parecía aburrido y ya no lo es. ¿Acababa ese lector reconciliándose con Gopnik? No lo recuerdo. Miro el reloj, ya dan las dos de la mañana, fascinante éste viaje a tres, viaje alucinado y nocturno, no consensuado, extrañas compañías en el silencio interminable de la noche.